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"Jóvenes: Aprended a juzgar por vosotros mismos, aspirad a la independencia del pensamiento."
Andrés Bello

domingo, 14 de octubre de 2007

Biografía Michael Foucault (1926-1984).Cuarta Unidad, 3º medio

Filósofo, psicólogo e historiador de las ideas francés, nacido en Poitiers. Estudia en la Escuela Normal Superior, obtiene la licenciatura en psicología, en 1949 y, tras enseñar en Túnez y otras universidades, es nombrado profesor de Historia y sistemas del pensamiento en el Collège de France, en 1971. En su pensamiento confluyen influencias del positivismo francés y, sobre todo, del espíritu de crítica radical de Nietzsche a la cultura europea, pero él dice de sí mismo: «Yo soy simplemente nietzscheano». Se da a conocer con Historia de la locura (1961), su tesis de Estado, obra en que indaga la naturaleza de la racionalidad moderna a través del análisis de la locura, esto es, del modo como concibe y
experimenta la sociedad la locura, a partir del s. XVI: de la práctica, de la que surgirá la correspondiente teoría, de tratar al loco como un enfermo mental, que es excluido de la sociedad, encerrado, clasificado y analizado como un objeto, símbolo de la voluntad de dominio, faceta consustancial a la racionalidad moderna.


Su segunda obra de envergadura, Las palabras y las cosas (1966), que lleva como subtítulo, Una arqueología de las ciencias humanas, lo eleva al rango de filósofo importante y lo alinea aparentemente en las filas del estructuralismo, filosofía entonces en boga en Francia (Lacan, Lévi-Strauss), y de la que él se desmarca conscientemente. Con esta obra inicia un método de investigación nuevo, el «análisis arqueológico», de gran parecido con el método genealógico de Nietzsche. Esta arqueología va dirigida a conocer la naturaleza del hombre partiendo del supuesto de que lo que el hombre es lo explicitan las ciencias humanas (etnología, lingüística y psicoanálisis, principalmente). Éste es un saber reciente, del que apenas sabe nada la cultura de los siglos XVI-XVIII. A través de la filología, la biología y la economía, ciencias que aparecen a fines del s. XVIII y durante el s. XIX, se formula una nueva concepción del hombre entendido como «ser vivo, trabajador y parlante», y a partir de este momento el hombre se convierte en sujeto y objeto de conocimiento (de las ciencias humanas).


El objeto de lo que él llama «arqueología del saber» es el descubrimiento de las «epistemes», o conjuntos de relaciones entre «prácticas discursivas» comunes a las diversas ciencias (ver texto ), que constituyen los modos de lenguaje propios de una época, el alma oculta, el «a priori histórico» de donde nace la manera de expresarse de una época; el análisis de estas epistemes -propias para cada una de las distintas épocas: Renacimiento, edad clásica y edad moderna- hace salir a la luz las leyes inconscientes que condicionan lo que el hombre dice de sí mismo. El concepto «hombre» surge, no de una larga tradición reflexiva sobre la naturaleza humana, sino de las formas discursivas concretas y transeúntes que se presentan entre 1775 y 1825, fechas entre las que se inscribe la aparición de un nuevo y sospechoso saber, cuyo objeto, el hombre, no es sólo a la vez el sujeto del saber, sino quien se constituye a sí mismo en objeto; las ambigüedades propias de la noción han de pasar forzosamente a crear los problemas característicos de la ambigüedad científica de las ciencias humanas. Emblema de este conflicto antropológico de sujetos y objetos, y de la intencionalidad de todo su libro, es el análisis que del cuadro de Velázquez, «Las meninas», lleva a cabo en el primer capítulo de Las palabras y las cosas (ver texto ). El hombre, «invención reciente», es un constructo destinado a desaparecer: lo que más claramente sabe ahora el hombre de sí mismo es que la idea que se ha hecho de sí está destinada a desaparecer, igual como desaparece «en los límites del mar un rostro de arena». De esta postura ante el saber acerca del hombre vienen sus discusiones con Sartre. Para éste, su humanismo existencialista es la mejor expresión filosófica de lo que es el hombre; para Foucault, la mejor expresión filosófica sobre el hombre es sostener que no hay tal concepto adecuado de hombre (ver texto ).


El poder es el tercer tema importante del que se ocupa Foucault; de él trata sobre todo en sus obras Vigilar y castigar (1975) y La voluntad de saber (1978), volumen primero de Historia de la sexualidad, y a su estudio lo denomina «analítica del poder». El hombre también se ha hecho a través del ejercicio del poder, que aparece como una estructura que empapa toda la sociedad con múltiples manifestaciones de fuerza. Estudia Foucault en concreto las condiciones históricas que han hecho posible la aparición de las instituciones carcelarias en Occidente, dirigidas conscientemente, no al castigo del cuerpo, sino al dominio del alma, al control de la conducta. Una segunda forma de análisis del origen del poder puede observarse en la historia de la sexualidad en Occidente (interés muy cercano a sus vivencias personales, debido a su homosexualidad). En la época presente dominan dos alienaciones: la económica y la sexual; a esta última intentan dar salida las teorías contemporáneas del freudomarxismo y los diversos movimientos sociales de amor libre. Pero toda la sociedad, en general, habla sobre sexualidad en las más diversas formas; este discurso universal sobre la sexualidad no expresa más que una forma de control de la misma. El estudio de la historia de la sexualidad, que arroja luz sobre el intento de la sociedad de dominar un aspecto fundamental biológico del individuo, lo emprende Foucault con los diversos volúmenes de Historia de la sexualidad.



Diccionario de filosofía en CD-ROM. Copyright © 1996. Empresa Editorial Herder S.A., Barcelona. Todos los derechos reservados. ISBN 84-254-1991-3. Autores: Jordi Cortés Morató y Antoni Martínez Riu.

jueves, 11 de octubre de 2007

Textos de apoyo a las disertaciones:

Los textos de apoyo estan en archivos Word. (doc.) al pinchar el link aparecerá un cuadro de descarga, deben aceptar la opcion guardar y sólo tardará un par de minutos.

Además todos los textos (textos complementarios, guias de trabajo, textos de disertaciones y textos de apoyo) estan alojados en el blogspot de la profesora practicante Beldia Cáceres:
Asignatura filosofia cuarto medio


1. texto-apoyo-tomas-de-aquino.doc

2. texto-apoyo-ortega.doc

3. texto-apoyo-platon.doc

4. texto-de-apoyo-aristotes.doc

5. texto-de-apoyo-marx.doc

6. texto-apoyo-mill.doc

7. texto-apoyo-talion.doc

8. texto-apoyo-juridico.doc

Presentacion en power point clase 11 de octubre
fundamentos-de-la-moral.ppt

domingo, 7 de octubre de 2007

Lecturas para 4º medio. 8: Tomás de Aquino. Suma de teología.

Texto 8: Tomás de Aquino. Suma de teología (1266-73)


I. SEGUNDA PARTE. C.19. ARTÍCULO 5. LA VOLUNTAD QUE ESTÁ EN DESACUERDO CON LA RAZÓN ERRÓNEA ES MALA?

Objeciones por las que parece que la voluntad que está en desacuerdo con la razón errónea no es mala.
1. La razón es la regla de la voluntad humana en cuanto que deriva de la ley eterna [...]. Pero la razón errónea no deriva de la ley eterna. Luego la razón errónea no es regla de la voluntad humana. Por consiguiente, la voluntad que está en desacuerdo con la razón errónea no es mala.
2. Además, según Agustín, el precepto de una potestad inferior no obliga si contraría el precepto de una potestad superior; por ejemplo, si un procónsul manda algo que prohibe el emperador. Pero la razón errónea a veces propone algo que es contrario a un precepto del superior, de Dios, que tiene la suprema potestad. Luego el dictamen de la razón errónea no obliga. Luego la voluntad no es mala si est á en desacuerdo con la razón errónea.
3. Además, toda voluntad mala se reduce a alguna especie de malicia. Pero la voluntad que está en desacuerdo con la Razón errónea no puede reducirse a ninguna especie de malicia; por ejemplo, si la razón errónea se equivoca en esto, en que hay que fornicar, la voluntad de quien no quiere fornicar no puede reducirse a ninguna malicia. Luego la voluntad que está en desacuerdo con la razón errónea no es mala.

EN CAMBIO, como se dijo en la primera parte (q.79 a.13), la conciencia no es otra cosa que la aplicación de la ciencia a un acto. Ahora bien, la ciencia está en la razón. Luego la voluntad que está en desacuerdo con la razón errónea, es contraria a la conciencia. Pero una voluntad así es mala, pues se dice en Rom 14,23: Todo lo que no nace de la fe, es pecado, es decir, todo lo que es contrario a la conciencia. Luego la voluntad que está en desacuerdo con la razón errónea es mala.

SOLUCIÓN. Hay que decir: Como la conciencia es en cierto modo un dictamen de la razón (pues es una aplicación de la ciencia al acto, como se dijo en la primera parte, q.79 a.13), es lo mismo preguntar si la voluntad que está en desacuerdo con la razón es mala, que preguntar si la conciencia errónea obliga, Acerca de esto algunos distinguieron tres géneros de actos: unos son buenos por genero, otros son indiferentes y otros son malos por genero. En consecuencia, dicen que, si la razón o la conciencia determina que hay que hacer algo que es bueno por su género, no hay error. Igualmente, si determina que no hay que hacer algo que es malo por su género, pues la misma razón ordena el bien y prohíbe el mal. Pero si la razón o la conciencia le dice a uno que el hombre está obligado a realizar por precepto lo que es de por si malo, o que está prohibido lo que es de por si bueno, la razón o conciencia será errónea. Igualmente, si la razón o conciencia le dice a uno que lo que es de por si indiferente, como levantar una brizna del suelo, está prohibido o mandado, la razón o conciencia será errónea. Dicen, según esto, que la razón errónea acerca de cosas indiferentes, mandando o prohibiendo, obliga; de modo que la voluntad que esté en desacuerdo con esta conciencia errónea, será mala y pecado. Pero la razón o conciencia que yerra mandando lo que es de por si malo, o prohibiendo lo que es de por si bueno y necesario para la salvación, no obliga; por eso, en estos casos, la voluntad que está en desacuerdo con la razón o conciencia errónea, no es mala.

Pero esto se dice sin razón, pues en lo indiferente la voluntad que no está de acuerdo con la razón o conciencia errónea, es mala de algún modo por su objeto, del que depende la bondad o malicia de la voluntad; pero no del objeto según su propia naturaleza, sino en cuanto que por accidente la razón lo aprehende como mal que hay que realizar o evitar. Y porque el objeto de la voluntad es lo que propone la razón, como se dijo (a.3), la voluntad toma razón de mal de lo que la razón propone como mal, si es llevada a ello. Ahora bien, esto sucede no sólo en lo indiferente, sino en lo que es de por si bueno o malo, porque no sólo lo indiferente puede recibir razón de bien o de mal por accidente, sino también lo que es bueno puede recibir razón de mal, y lo que es malo, razón de bien. Por ejemplo: abstenerse de la fornicación es un bien, pero la voluntad no se dirige a este bien si no se lo propone la razón; por consiguiente, si la razón errónea lo propone como mal, se dirigirá a ello bajo razón de mal. Por eso la voluntad será mala, porque quiere el mal; no, ciertamente, lo que es malo de por si, sino lo que es malo por accidente, por la aprehensión de la razón. Igualmente, creer en Cristo es de por si bueno y necesario para la salvación, pero la voluntad sólo se dirige a ello en la medida que la razón lo propone. Por tanto, si la razón lo propone como malo, la voluntad se dirigir a ello como mal, no porque lo sea de por si, sino porque es mal por accidente a consecuencia de la aprehensión de la razón. Y por eso dice el filósofo en VII Ethic. que, hablando con propiedad, es incontinente quien no sigue la razón recta; pero, por accidente, quien no sigue la razón falsa. En consecuencia, hay que decir sin reservas que toda voluntad que está en desacuerdo con la razón, sea ésta recta o errónea, siempre es mala.

RESPUESTA A LAS OBJECIONES:
1. A la primera hay que decir: El juicio de la razón errónea, aunque no proceda de Dios, la razón errónea lo propone como verdadero y, por consiguiente, como derivado de Dios, de quien procede toda verdad.
2. A la segunda hay que decir: La expresión de Agustín ha lugar cuando se sabe que la potestad inferior manda algo en contra del mandato de la potestad superior. Pero si alguno creyera que el mandato del procónsul era mandato del emperador, despreciaría el precepto de éste al despreciar el del procónsul. Y, de igual modo, si un hombre conociera que la razón humana dictaba algo contra un precepto de Dios, no estaría obligado a seguir a la razón, pues entonces la razón no sería totalmente errónea. Pero, cuando la razón errónea propone algo como precepto de Dios, entonces es lo mismo despreciar el dictamen de la razón que el precepto de Dios.
3. A la tercera hay que decir: Cuando la razón aprehende algo malo, siempre lo aprehende bajo alguna razón de mal; por ejemplo, porque se opone a un principio divino, o porque es escándalo, o por algo semejante. Y, entonces, esta mala voluntad se reduce a esa clase de malicia.

Tomás de Aquino, Suma de teología (colección Biblioteca de Autores Cristianos, La Editorial Católica, Madrid, 1989).

Lecturas para 4º medio. 7: Mill.Del Gobierno representativo

Texto 7: John Stuart Mill. Del gobierno representativo (1865).

Capítulo III. El Ideal de la mejor forma de gobierno es el gobierno representativo.
[...] toda educación que procure hacer de los hombres algo más que máquinas acaba por impulsarlos a reclamar franquicias, independencia [...] Todo lo que desenvuelve, por poco que sea, nuestras facultades aumenta el deseo de ejercerlas con mayor libertad, y la educación de un pueblo desatiende su fin, si le prepara para otro que para aquél, cuya idea de posesión y reinvindicación le sugerirá probablemente [...] No hay dificultad en demostrar que el ideal de la mejor forma de gobierno es la que inviste de la soberanía a la masa reunida de la comunidad, teniendo cada ciudadano no sólo voz en el ejercicio del poder, sino, de tiempo en tiempo, intervención real por el desempeño de alguna función local o general. Hay que juzgar esta proposición con relación al criterio demostrado en el capítulo anterior.

Para apreciar el mérito de un Gobierno se trata de saber: 1. En qué medida atiende al bien público por el empleo de las facultades morales, intelectuales y activas existentes; 2. Cuál sea su influencia sobre esas facultades para mejorarlas o aminorarlas. No necesito decir que el ideal de la mejor forma de gobierno no se refiere a la que es practicable o aplicable en todos los grados de la civilización, sino aquella a la cual corresponde, en las circunstancias en que es aplicable, mayor suma de consecuencias inmediatas o futuras. Sólo el gobierno completamente popular puede alegar alguna pretensión a este carácter, por ser el único que satisface las dos condiciones supradichas y el más favorable de todos, ya a la buena dirección de los negocios, ya al mejoramiento y elevación del carácter nacional.

Su superioridad, con relación al bienestar actual, descansa sobre dos principios que son universalmente aplicables y verdaderos como cualquiera otra proposición general, susceptible de ser emitida sobre los negocios humanos. El primero es que los derechos e intereses, de cualquier clase que sean, únicamente no corren el riesgo de ser descuidados cuando las personas a que atañen se encargan de su dirección y defensa. El segundo, que la prosperidad general se eleva y difunde tanto más cuanto más variadas e intensas son las facultades consagradas a su desenvolvimiento. Para mayor precisión podría decirse: El hombre no tiene más seguridad contra el mal obrar de sus semejantes que la protección de sí mismo por sí mismo: en su lucha con la naturaleza su única probabilidad de triunfo consiste en la confianza en sí propio, contando con los esfuerzos de que sea capaz, ya aislado, ya asociado, antes que con los ajenos.

La primera proposición, que cada uno es el único custodio seguro de sus derechos e intereses, es una de esas máximas elementales de prudencia que todos siguen implícitamente siempre que su interés personal está en juego. Muchos, sin embargo, la odian en política, complaciéndose en condenarla como una doctrina de egoísmo universal [...] Por intención sincera que se tenga de proteger los intereses ajenos no es seguro ni prudente ligar las manos a sus defensores natos; ésta es condición inherente a los asuntos humanos; y otra verdad más evidente todavía es que ninguna clase ni ningún individuo operará, sino mediante sus propios esfuerzos, un cambio positivo y duradero en su situación. Bajo la influencia reunida de estos dos principios en todas las comunidades libres ha habido menos crímenes e injusticias sociales y mayor grado de prosperidad y esplendor que en las demás, y que en ellas mismas, después de haber perdido la libertad [...] Es necesario reconocer que los beneficios de la libertad no han recaído hasta ahora sino sobre una porción de la comunidad y que un Gobierno bajo el cual se extienden imparcialmente a todos es un desideratum aún no realizado. Pero aunque todo lo que se acerque a él tenga un valor intrínseco innegable y por más que el estado actual del progreso no sea frecuentemente posible sino aproximarse al mismo, la participación de todas las clases en los beneficios de la libertad es en teoría la concepción perfecta de Gobierno libre. Desde el momento en que algunos, no importa quiénes, son excluidos de esa participación, sus intereses quedan privados de la garantía concedidas a los de los otros, y a la vez están en condiciones más desfavorables para aplicar sus facultades a mejorar su estado y el estado de la comunidad, siendo esto precisamente de lo que depende la prosperidad general.

He aquí el hecho en cuanto al bienestar actual, en cuanto a la buena dirección de los negocios de la generación existente. Si pasamos ahora a la influencia de la forma de gobierno sobre el carácter hallaremos demostrada la superioridad del Gobierno libre más fácil e incontestablemente, si es posible. Realmente, esta cuestión descansa sobre otra más fundamental todavía, a saber: cuál de los dos tipos ordinarios de carácter es preferible que predomine para el bien general de la humanidad, el tipo activo o el pasivo; el que lucha contra los inconvenientes, o el que los soporta; el que se pliega a las circunstancias, o el que procura someterlas a sus miras. Los lugares comunes de la moral y las simpatías generales de los hombres están a favor del carácter pasivo. Se admiran, sin duda, los caracteres enérgicos, pero la mayor parte de las personas prefieren particularmente los sumisos y tranquilos. La pasividad de los demás aumenta nuestro sentimiento de seguridad, conciliándose con lo que hay en nosotros de imperioso, y cuando no necesitamos la actividad de tales caracteres nos parecen un obstáculo de menos de nuestro camino. Un carácter satisfecho no es un rival peligroso. Pero, sin embargo, todo progreso se debe a los caracteres descontentos; y, por otra parte, es más fácil a un espíritu activo adquirir las cualidades de obediencia y sumisión que a uno pasivo adquirir la energía.

[…] El hombre que se agita lleno de esperanzas de mejorar su situación se siente impulsado a la benevolencia para con los que tienden al mismo fin o ya lo han alcanzado. Y cuando la mayoría está así ocupada las costumbres generales del país dan el tono a los sentimientos de los que no logran ver satisfechos sus deseos, quienes atribuyen su suceso desgraciado a la falta de esfuerzos o de ocasión, o a su mala gestión personal. Pero los que sin perjuicio de anhelar lo que otros poseen no emplean ninguna energía para adquirirlo se quejan incesantemente de que la fortuna hace por ellos lo que por el mismo debieran hacer, o se revuelven envidiosos y malévolos contra los demás. Ahora bien, no puede dudarse en modo alguno que el Gobierno de uno solo o de un pequeño número sea favorable al tipo pasivo de carácter, mientras que el Gobierno de la mayor parte es favorable al tipo activo. Los Gobiernos irresponsables se hallan más necesitados de la tranquilidad del pueblo que de cualquier actividad que no esté en sus manos imponer y dirigir. Todos los Gobiernos despóticos inculcan a sus súbditos la precisión de someterse a los mandatos humanos como si fuera necesidades de la naturaleza. Se debe ceder pasivamente a la voluntad de los superiores y a la ley como expresión de esta voluntad. Pero los hombres no son puros instrumentos o simple materias en manos de sus Gobiernos cuando poseen voluntad, ardor o una fuente de energía íntima en su conducta privada [...]

[…] Sin duda alguna, con un Gobierno parcialmente popular es posible que esta libertad sea ejercida por aquellos mismos que no gozan de todos los privilegios de los ciudadanos pero todos nos sentimos impulsados con más fuerza a coadyuvar a nuestro bien y a confiar en nuestros medios cuando estamos al nivel de los demás, cuando sabemos que el resultado de nuestros esfuerzos no depende de la impresión que podemos producir sobre las opiniones y disposiciones de una corporación de que no formamos parte. Desalienta a los individuos, y más aún, a las clases, verse excluidos de la Constitución, hallarse reducidos a implorar a los árbitros de su destino sin poder tomar parte en sus deliberaciones: el efecto fortificante que produce la libertad no alcanza su máxima sino cuando gozamos, desde luego, o en perspectiva, la posesión de una plenitud de privilegios no inferiores a los de nadie.

Más importante todavía que esta cuestión de sentimiento es la disciplina práctica a que se pliega el carácter de los ciudadanos cuando son llamados de tiempo en tiempo, cada uno a su vez, a ejercer alguna función social. No se considera lo bastante cuán pocas cosas hay en la vida ordinaria de los hombres que pueda dar alguna elevación, sea a sus concepciones, sea a sus sentimientos. Su vida es una rutina, una obra, no de caridad, sino de egoísmo, bajo su forma más elemental: la satisfacción de sus necesidades diarias. Ni lo que hacen, ni la manera como lo hacen, despierta en ellos una idea o un sentimiento generoso y desinteresado. Si hay a su alcance libros instructivos nada les impulsa a leerlos, y la mayor parte de las veces no tienen acceso cerca de personas de cultura superior a la suya. Dándoles algo que hacer para el bien público se llenan, hasta cierto punto, estas lagunas. Si las circunstancias permiten que la suma de deber público que les está confiada sea considerable resulta para ellos una verdadera educación. A pesar de los defectos del sistema social y de las ideas morales de la antigüedad la práctica de los asuntos judiciales y políticos elevó el nivel intelectual de un simple ciudadano de Atenas muy por encima del que haya alcanzado nunca en ninguna otra asociación de hombres antigua o moderna [...]

[...] Más importante todavía que todo lo dicho es la parte de la instrucción adquirida por el acceso del ciudadano, aunque tenga lugar raras veces, a las funciones públicas. Verse llamado a considerar intereses que son los suyos; a consultar, enfrente de pretensiones contradictorias, otras reglas que sus inclinaciones particulares; a llevar necesariamente a la práctica principios y máximas cuya razón de ser se funda en el bien general, y encuentra en esta tarea al lado suyo espíritus familiarizados con esas ideas y esas aspiraciones, teniendo en ellos una escuela que proporcionará razones a su inteligencia y estímulo a su sentimiento del bien público.

Llega a entender que forma parte de la comunidad, y que el interés público es también el suyo. Donde no existe esta escuela de espíritu público apenas se comprende que los particulares cuya posición social no es elevada no deban cumplir otros deberes con la comunidad que los de obedecer la ley y someterse al Gobierno. No hay ningún sentimiento desinteresado de identificación con el público. El individuo o la familia absorben todo pensamiento y todo sentimiento de interés o de deber. No se adquiere nunca la idea de intereses colectivos. El prójimo sólo aparece como un rival y en caso necesario como una víctima. No siendo el vecino ni un aliado ni un asociado no se ve en él más que un competidor. Con esto se extingue la moralidad pública y se resiente la privada. Si tal fuera el estado universal y el único posible de las cosas las aspiraciones más elevadas del moralista y del legislador se limitarían a hacer de la masa de la comunidad un rebaño de ovejas paciendo tranquilamente unas al lado de otras.

Según las consideraciones antedichas es evidente que el único Gobierno que satisface por completo todas las exigencias del estado social es aquel en el cual tiene participación el pueblo entero; que en toda participación, aun en las más humildes de las funciones públicas, es útil; que, por tanto, debe procurarse que la participación en todo sea tan grande como lo permita el grado de cultura de la comunidad; y que, finalmente, no puede exigirse menos que la admisión de todos a una parte de la soberanía. Pero puesto que en toda comunidad que exceda los límites de una pequeña población nadie puede participar personalmente sino de una porción muy pequeña de los asuntos públicos el tipo ideal de un Gobierno perfecto es el Gobierno representativo.

John Stuart Mill, Del gobierno representativo (traducción de Marta C.C. de Iturbe, Tecnos, Madrid, 1985).

Lecturas para 4º medio. 6: Aristóteles.

Texto 6:Aristóteles. Política. Libro IV. (Siglo IV AC).

Capítulo IV. División de los gobiernos y de las constituciones.
Una vez fijados estos puntos, la primera cuestión que se presenta es la siguiente: ¿Hay una o muchas constituciones políticas? Si existen muchas, ¿cuáles son su naturaleza, su número y sus diferencias? La constitución es la que determina con relación al Estado la organización regular de todas las magistraturas, sobre todo de la soberana, y el soberano de la ciudad es en todas partes el gobierno; el gobierno es, pues, la constitución misma. Me explicaré: en las democracias, por ejemplo, es el pueblo el soberano; en las oligarquías, por el contrario, lo es la minoría compuesta de los ricos; y así se dice que las constituciones de la democracia y de la oligarquía son esencialmente diferentes; y las mismas distinciones podemos hacer respecto de todas las demás.

Aquí es preciso recordar cuál es el fin asignado por nosotros al Estado, y cuáles son las diversas clases que hemos reconocido en los poderes, tanto en los que se ejercen sobre el individuo como en los que se refieren a la vida común. En el principio de este trabajo hemos dicho, al hablar de la administración doméstica y de la autoridad del señor, que el hombre es por naturaleza sociable, con lo cual quiero decir que los hombres, aparte de la necesidad de auxilio mutuo, desean invenciblemente la vida social. Esto no impide que cada uno de ellos la busque movido por su utilidad particular y por el deseo de encontrar en ella la parte individual de bienestar que pueda corresponderle. Este es, ciertamente, el fin de todos en general y de cada uno en particular; pero se unen, sin embargo, aunque sea únicamente por el solo placer de vivir; y este amor a la vida es, sin duda, una de las perfecciones de la humanidad. Y aun cuando no se encuentre en ella otra cosa que la seguridad de la vida, se apetece la asociación política, a menos que la suma de males que ella cause llegue a hacerla verdaderamente intolerable. Ved, en efecto, hasta qué punto sufren la miseria la mayor parte de los hombres por el simple amor de la vida; la naturaleza parece haber puesto en esto un goce y una dulzura inexplicables.

Por lo demás, es bien fácil distinguir los diversos poderes de que queremos hablar aquí, y que son con frecuencia objeto de discusión de nuestras obras exotéricas. Bien que el interés del señor y el de su esclavo se identifiquen, cuando es verdaderamente la voz de la naturaleza la que le asigna a aquellos el puesto que ambos deben ocupar, el poder del señor tiene sin embargo, por objeto directo la utilidad del dueño mismo, y fin accidental la ventaja del esclavo, porque, una vez destruido el esclavo, el poder del señor desaparece con él. El poder del padre sobre los hijos, sobre la mujer, sobre la familia entera, poder que hemos llamado doméstico, tiene por objeto el interés de los administrados, o, si se quiere, un interés común a los mismos y al que los rige. Aun cuando este poder esté constituido principalmente en bien de los administrados puede, según sucede en muchas artes, como en la medicina y la gimnástica, convertirse secundariamente en ventaja del que gobierna. Así, el gimnasta puede muy bien mezclarse con los jóvenes a quienes enseña, como el piloto es siempre a bordo uno de los tripulantes. El fin a que aspiran así el gimnasta como el piloto es el bien de todos los que están a su cargo; y si llega el caso de que se mezclen con sus subordinados, sólo participan de la ventaja común accidentalmente, el uno como simple marinero, el otro como discípulo, a pesar de su cualidad de profesor. En los poderes políticos, cuando la perfecta igualdad de los ciudadanos, que son todos semejantes, constituye la base de aquellos, todos tienen el derecho de ejercer la autoridad sucesivamente. Por lo pronto, todos consideran, y es natural, esta alternativa como perfectamente legítima, y conceden a otro el derecho de resolver acerca de sus intereses, así como ellos han decidido anteriormente de los de aquél; pero, más tarde, las ventajas que proporcionan el poder y la administración de los intereses generales inspiran a todos los hombres el deseo de perpetuarse en el ejercicio del cargo; y si la continuidad en el mando pudiese por sí sola curar infaliblemente una enfermedad de que se viesen atacados, no serían más codiciosos en retener la autoridad una vez que disfrutan de ella.

Luego, evidentemente, todas las constituciones hechas en vista del interés general son puras porque practican rigurosamente la justicia; y todas las que sólo tienen en cuenta el interés personal de los gobernantes están viciadas en su base, y no son más que una corrupción de las buenas constituciones; ellas se aproximan al poder del señor sobre el esclavo, siendo así que la ciudad no es más que una asociación de hombres libres.

Después de los principios que acabamos de sentar, podemos examinar el número y la naturaleza de las constituciones. Nos ocuparemos primero de las constituciones puras; y una vez fijadas éstas, será fácil reconocer las constituciones corruptas.

Capítulo V. División de los gobiernos.
Siendo cosas idénticas el gobierno y la constitución, y siendo el gobierno señor supremo de la ciudad, es absolutamente preciso que el señor sea o un solo individuo, o una minoría, o la multitud de los ciudadanos. Cuando el dueño único, o la minoría, o la mayoría, gobiernan consultando el interés general, la constitución es pura necesariamente; cuando gobiernan en su propio interés, sea el de uno solo, sea el de la minoría, sea el de la multitud, la constitución se desvía del camino trazado por su fin, puesto que, una de dos cosas, o los miembros de la asociación no son verdaderamente ciudadanos o lo son, y en este caso deben tener su parte en el provecho común.

Cuando la monarquía o gobierno de uno solo tiene por objeto el interés general, se le llama comúnmente reinado. Con la misma condición, al gobierno de la minoría, con tal que no esté limitada a un solo individuo, se le llama aristocracia; y se la denomina así, ya porque el poder está en manos de los hombres de bien, ya porque el poder no tiene otro fin que el mayor bien del Estado y de los asociados. Por último, cuando la mayoría gobierna en bien del interés general, el gobierno recibe como denominación especial la genérica de todos los gobiernos, y se le llama república. Estas diferencias de denominación son muy exactas. Una virtud superior puede ser patrimonio de un individuo o de una minoría; pero a una mayoría no puede designársela por ninguna virtud especial, si se exceptúa la virtud guerrera, la cual se manifiesta principalmente en las masas; como lo prueba el que, en el gobierno de la mayoría, la parte más poderosa del Estado es la guerrera; y todos los que tienen armas son en él ciudadanos.

Las desviaciones de estos gobiernos son: la tiranía, que lo es del reinado; la oligarquía, que lo es de la aristocracia; la demagogia, que lo es de la república. La tiranía es una monarquía que sólo tiene por fin el interés personal del monarca; la oligarquía tiene en cuenta tan sólo el interés particular de los ricos; la demagogia, el de los pobres. Ninguno de estos gobiernos piensa en el interés general.

Es indispensable que nos detengamos algunos instantes a notar la naturaleza propia de cada uno de estos tres gobiernos; porque la materia ofrece dificultades. Cuando observamos las cosas filosóficamente, y no queremos limitarnos tan sólo al hecho práctico, se debe, cualquiera que sea el método que por otra parte se adopte, no omitir ningún detalle ni despreciar ningún pormenor, sino mostrarlos todos en su verdadera luz.

La tiranía, como acabo de decir, es el gobierno de uno solo, que reina como señor sobre la asociación política; la oligarquía es el predominio político de los ricos; y la demagogia, por el contrario, el predominio de los pobres con exclusión de los ricos. Veamos una objeción que se hace a esta última definición. Si la mayoría, dueña del Estado, se compone de ricos, y el gobierno es de la mayoría, se llama demagogia; y, recíprocamente, si da la casualidad de que los pobres, estando en minoría relativamente a los ricos, sean, sin embargo, dueños del Estado, a causa de la superioridad de sus fuerzas, debiendo el gobierno de la minoría llamarse oligarquía, las definiciones que acabamos de dar son inexactas. No se resuelve esta dificultad mezclando las ideas de riqueza y minoría, y las de miseria y mayoría, reservando el nombre de oligarquía para el gobierno en que los ricos, que están en minoría, ocupen los empleos, y el de la demagogia para el Estado en que los pobres, que están en mayoría, son los señores.

Porque, ¿cómo clasificar las dos formas de constitución que acabamos de suponer: una en que los ricos forman la mayoría; otra en que los pobres forman la minoría; siendo unos y otros soberanos del Estado, a no ser que hayamos dejado de comprender en nuestra enumeración alguna otra forma política? Pero la razón nos dice sobradamente que la dominación de la minoría y de la mayoría son cosas completamente accidentales, ésta en las oligarquías, aquélla en las democracias; porque los ricos constituyen en todas partes la minoría, como los pobres constituyen dondequiera la mayoría. Y así, las diferencias indicadas más arriba no existen verdaderamente. Lo que distingue esencialmente la democracia de la oligarquía es la pobreza y la riqueza; y dondequiera que el poder está en manos de los ricos, sean mayoría o minoría, es una oligarquía; y dondequiera que esté en las de los pobres, es una demagogia. Pero no es menos cierto, repito, que generalmente los ricos están en minoría y los pobres en mayoría; la riqueza pertenece a pocos, pero la libertad a todos. Estas son las causas de las disensiones políticas entre ricos y pobres.

Veamos ante todo cuáles son los límites que se asignan a la oligarquía y a la demagogia, y lo que se llama derecho en una y en otra. Ambas partes reivindican un cierto derecho, que es muy verdadero. Pero de hecho su justicia no pasa de cierto punto, y no es el derecho absoluto el que establecen ni los unos ni los otros. Así, la igualdad parece de derecho común, y sin duda lo es, no para todos, sin embargo, sino sólo entre iguales; y lo mismo sucede con la desigualdad; es ciertamente un derecho, pero no respecto de todos, sino de individuos que son desiguales entre sí. Si se hace abstracción de los individuos, se corre el peligro de formar un juicio erróneo. Lo que sucede en esto es que los jueces son jueces y partes, y ordinariamente es uno mal juez en causa propia. El derecho limitado a algunos, pudiendo aplicarse lo mismo a las cosas que a las personas, como dije en la Moral, se concede sin dificultad cuando se trata de la igualdad misma de la cosa, pero no así cuando se trata de las personas a quienes pertenece esta igualdad; y esto, lo repito, nace de que se juzga muy mal cuando está uno interesado en el asunto. Porque unos y otros son expresión de cierta parte del derecho, ya creen que lo son del derecho absoluto: de un lado, superiores unos en un punto, en riqueza, por ejemplo, se creen superiores en todo; de otro, iguales otros en un punto, de libertad, por ejemplo, se creen absolutamente iguales. Por ambos lados se olvida lo capital.

Si la asociación política sólo estuviera formada en vista de la riqueza, la participación de los asociados en el Estado estaría en proporción directa de sus propiedades, y los partidarios de la oligarquía tendrían entonces plenísima razón; porque no sería equitativo que el asociado que de cien minas sólo ha puesto una tuviese la misma parte que el que hubiere suministrado el resto, ya se aplique esto a la primera entrega, ya a las adquisiciones sucesivas. Pero la asociación política tiene por fin, no sólo la existencia material de todos los asociados, sino también su felicidad y su virtud; de otra manera podría establecerse entre esclavos o entre otros seres que no fueran hombres, los cuales no forman asociación por ser incapaces de felicidad y de libre albedrío.

La asociación política no tiene tampoco por único objeto la alianza ofensiva y defensiva entre los individuos, ni sus relaciones mutuas, ni los servicios que pueden recíprocamente hacerse; porque entonces los etruscos y los cartagineses, y todos los pueblos unidos mediante tratados de comercio, deberían ser considerados como ciudadanos de un solo y mismo Estado, merced a sus convenios sobre las importaciones, sobre la seguridad individual, sobre los casos de una guerra común; aunque cada uno de ellos tiene, no un magistrado común para todas estas relaciones, sino magistrados separados, perfectamente indiferentes en punto a la moralidad de sus aliados respectivos, por injustos y por perversos que puedan ser los comprendidos en estos tratados, y atentos sólo a precaver recíprocamente todo daño.

Pero como la virtud y la corrupción política son las cosas que principalmente tienen en cuenta los que sólo quieren buenas leyes, es claro que la virtud debe ser el primer cuidado de un Estado que merezca verdaderamente este título, y que no lo sea solamente en el nombre. De otra manera, la asociación política vendría a ser a modo de una alianza militar entre pueblos lejanos, distinguiéndose apenas de ella por la unidad de lugar; y la ley entonces sería una mera convención; y no sería, como ha dicho el sofista Licofrón, “otra cosa que una garantía de los derechos individuales, sin poder alguno sobre la moralidad y la justicia personal de los ciudadanos”. La prueba de esto es bien sencilla. Reúnanse con el pensamiento localidades diversas y enciérrense dentro de una sola muralla a Megara y Corinto; ciertamente que no por esto se habrá formado con tan vasto recinto una ciudad única, aun suponiendo que todos los en ella encerrados hayan contraído entre sí matrimonio, vínculo que se considera como el más esencial de la asociación civil. O si no, supóngase cierto número de hombres que viven aislados los unos de los otros, pero no tanto, sin embargo, que no puedan estar en comunicación; supóngase que tienen leyes comunes sobre la justicia mutua que deben observar en las relaciones mercantiles, pues que son, unos carpinteros, otros labradores, zapateros, etc., hasta el número de diez mil, por ejemplo; pues bien, si sus relaciones se limitan a los cambios diarios y a la alianza en caso de guerra, esto no constituirá todavía una ciudad. ¿Y por qué?

En verdad no podrá decirse que en este caso los lazos de la sociedad no sean bien fuertes. Lo que sucede es que cuando una asociación es tal que cada uno sólo ve el Estado en su propia casa, y la unión es sólo una simple liga contra la violencia, no hay ciudad, si se mira de cerca; las relaciones de la unión no son en este caso más que las que hay entre individuos aislados. Luego, evidentemente, la ciudad no consiste en la comunidad del domicilio, ni en la garantía de los derechos individuales, ni en las relaciones mercantiles y de cambio; estas condiciones preliminares son indispensables para que la ciudad exista; pero aun suponiéndolas reunidas, la ciudad no existe todavía. La ciudad es la asociación del bienestar y de la virtud, para bien de las familias y de las diversas clases de habitantes, para alcanzar una existencia completa que se baste a sí misma [...] Y así la asociación política tiene, ciertamente, por fin la virtud y la felicidad de los individuos, y no sólo la vida común.

Capítulo VI. De La Soberanía.
Es un gran problema el saber a quién corresponde la sobera­nía en el Estado. No puede menos de pertenecer o a la multi­tud, o a los ricos, o a los hombres de bien, o a un solo individuo que sea superior por sus talentos, o a un tirano. Pero, al pare­cer, por todos lados hay dificultades. ¡Qué!, ¿los pobres, por­que están en mayoría, podrán repartirse los bienes de los ricos y esto no será una injusticia, porque el soberano de derecho pro­pio haya decidido que no lo es? ¡Horrible iniquidad! Y cuando todo se haya repartido, si una segunda mayoría se reparte de nuevo los bienes de la minoría, el Estado, evidentemente, perece­rá. Pero la virtud no destruye aquello en que reside; la justicia no es una ponzoña para el Estado. Este pretendido derecho no puede ser, ciertamente, otra cosa que una patente injusticia.
Por el mismo principio, todo lo que haga el tirano será nece­sariamente justo; empleará la violencia, porque será más fuer­te, del mismo modo que los pobres lo eran respecto de los ricos. ¿Pertenecerá el poder de derecho a la minoría o a los ricos? Pero si se conducen como los pobres y como el tirano, si roban a la multitud y la despojan, ¿esta expoliación será justa? Entonces también se tendrá por justo lo que hacen los primeros.
Como se ve, no resulta de todos lados otra cosa que crímenes e iniquidades.
¿Debe ponerse la soberanía absoluta para la resolución de todos los negocios en manos de los ciudadanos distinguidos? En­tonces vendría a envilecerse a todas las demás clases, que que­dan excluidas de las funciones públicas; el desempeño de éstas es un verdadero honor, y la perpetuidad en el poder de algunos ciudadanos rebaja necesariamente a los demás. ¿Será mejor dar el poder a un hombre solo, a un hombre superior? Pero esto es exagerar el principio oligárquico, y dejar excluida de las ma­gistraturas una mayoría más considerable aún. Además se co­metería una falta grave si se sustituyera la soberanía de la ley con la soberanía de un individuo, siempre sometido a las mil pa­siones que agitan a toda alma humana. Pero se dirá: que sea la ley la soberana. Ya sea oligárquica, ya democrática, ¿se ha­brán salvado mejor todos los escollos? De ninguna manera. Los mismos peligros que acabamos de señalar subsistirán siempre.
En otra parte volveremos a tratar este punto.
Atribuir la soberanía a la multitud antes que a los hombres distinguidos, que están siempre en minoría, puede parecer una solución equitativa y verdadera de la cuestión, aunque aún no resuelva todas las dificultades. Puede, en efecto, admitirse que la mayoría, cuyos miembros tomados separadamente14 no son hombres notables, está, sin embargo, por cima de los hombres superiores, si no individualmente, por lo menos en masa, a la manera que una comida a escote es más espléndida que la que pueda dar un particular a sus solas expensas. En esta multitud, cada individuo tiene su parte de virtud y de ilustración, y todos reunidos forman, por decirlo así, un solo hombre, que tiene manos, pies, sentidos innumerables, un carácter moral y una in­teligencia en proporción. Por esto la multitud juzga con exacti­tud las composiciones musicales y poéticas; éste da su parecer sobre un punto, aquél sobre otro, y la reunión entera juzga el conjunto de la obra. El hombre distinguido, tomado individual­mente, se dice, difiere de la multitud, como la belleza difiere de la fealdad, como un buen cuadro producto del arte difiere de la realidad, mediante la reunión en un solo cuerpo de todos los rasgos de belleza desparramados por todas partes, lo cual no im­pide que, si se analizan las cosas, sea posible encontrar otro cuer­po mejor que el del cuadro y que tenga ojos más bellos o mejor otra cualquiera parte del cuerpo. No afirmaré que en toda mul­titud o en toda gran reunión sea ésta la diferencia constante entre la mayoría y el pequeño número de hombres distinguidos; y cier­tamente podría decirse más bien, sin temor de equivocarse, que en más de un caso semejante diferencia es imposible; porque po­dría aplicarse la comparación hasta a los animales, pues ¿en qué, pregunto, se diferencian ciertos hombres de los animales? Pero la aserción, si se limita a una multitud dada, puede ser comple­tamente exacta.
14. Es la soberanía popular claramente expuesta.

Estas consideraciones tocan a nuestra primera pregunta rela­tiva al soberano, y a la siguiente, que está íntimamente ligada con ella. ¿A qué cosas debe extenderse la soberanía de los hom­bres libres y de la masa de los ciudadanos? Entiendo por masa de los ciudadanos la constituida por todos los hombres de una fortuna y un mérito ordinarios. Es peligroso confiarles las ma­gistraturas importantes; por falta de equidad y de luces serán injustos en unos casos y se engañarán en otros. Excluirlos de todas las funciones no es tampoco oportuno: un Estado en el que hay muchos individuos pobres y privados de toda distinción pública, cuenta necesariamente en su seno otros tantos enemi­gos. Pero puede dejárseles el derecho de deliberar sobre los ne­gocios públicos y el derecho de juzgar. Así Solón y algunos otros legisladores les han concedido la elección y la censura de los ma­gistrados, negándoles absolutamente las funciones individuales. Cuando están reunidos, la masa percibe siempre las cosas con suficiente inteligencia; y unida a los hombres distinguidos, sirve al Estado a la manera que, mezclando manjares poco escogidos con otros delicados, se produce una cantidad más fuerte y más provechosa de alimentos. Pero los individuos tomados aislada­mente son incapaces de formar verdaderos juicios.
A este principio político se puede hacer una objeción, y pre­guntar si, cuando se trata de juzgar del mérito de un tratamien­to curativo, no es imprescindible acudir a la misma persona que sería capaz de curar el mismo mal de que se trata, si llegara el caso, es decir, acudir a un médico; a lo cual añado yo que este razonamiento puede aplicarse a todas las demás artes y a todos los casos en que la experiencia desempeña el principal papel. Luego si los jueces naturales del médico son los médicos, lo mismo sucederá en todas las demás cosas. Médico significa a la vez el que ejecuta el remedio ordenado, el que lo prescribe y el que ha estudiado esta ciencia. Puede decirse que todas las artes tienen, como la medicina, parecidas divisiones, y el dere­cho de juzgar lo mismo se concede a la ciencia teórica que a la instrucción práctica.
A la elección de los magistrados hecha por la multitud puede hacerse la misma objeción. Sólo los que saben hacer las cosas, se dirá, tienen las luces necesarias para elegir bien. Al geómetra corresponde escoger los geómetras, y al piloto escoger los pilo­tos; porque, si se pueden hacer en ciertas artes algunas cosas sin previo aprendizaje, no por eso las harán mejor los ignorantes que los hombres entendidos. Y así por esta misma razón no debe dejarse a la multitud ni el derecho de elegir los magistrados ni el derecho de exigir a éstos cuenta de su conducta. Pero quizá esta objeción no es muy exacta, si tenemos en cuenta las razo­nes que antes expuse, a no ser que supongamos una multitud completamente degradada. Los individuos aislados no juzgarán con tanto acierto como los sabios, convengo en ello; pero reu­nidos todos, o valen más, o no valen menos. El artista no es el único ni el mejor juez en muchas cosas y en todos aquellos casos en que se puede conocer muy bien su obra sin poseer su arte. El mérito de una casa, por ejemplo, puede ser estimado por el que la ha construido, pero mejor lo apreciará todavía el que la habita; esto es, el jefe de familia. De igual modo el timonel de un buque conocerá mejor el mérito de los timones que el car­pintero que los hace; y el convidado, no el cocinero, será el mejor juez de un festín15.
Estas consideraciones son las suficientes para contestar a la primera objeción.
He aquí otra que tiene relación con la anterior. No hay moti­vo, se dirá, para dar a la muchedumbre sin mérito un poder mayor que a los ciudadanos distinguidos. Nada es superior a este derecho de elección y de censura, que muchos Estados, como ya he dicho, han concedido a las clases inferiores, y que éstas ejercen soberanamente en la asamblea pública. Esta asamblea, el senado y los tribunales están abiertos, mediante un censo mo­derado, a los ciudadanos de todas edades; y al mismo tiempo para las funciones de tesorero, de general, y para las demás ma­gistraturas importantes, se exige que ocupen un puesto elevado en el censo.
La respuesta a esta segunda objeción no es tampoco difícil. Quizá las cosas no estén mal en la forma en que se encuentran. No es el individuo, juez, senador, miembro de la asamblea pú­blica, el que falla soberanamente; es el tribunal, es el senado, es el pueblo, de los cuales este individuo no es más que una frac­ción mínima en su triple carácter de senador, de juez y de miem­bro de la asamblea general. Desde este punto de vista es justo que la multitud tenga un poder más amplio, porque ella es la que forma el pueblo, el senado y el tribunal. La riqueza poseída por esta masa entera sobrepuja a la que poseen individualmente en su minoría todos los que desempeñan los cargos más eminen­tes. No diré más sobre esta materia. Pero en cuanto a la prime­ra cuestión que sentamos, relativa a la persona del soberano, la consecuencia más evidente que se desprende de nuestra dis­cusión es que la soberanía debe pertenecer a las leyes fundadas en la razón16, y que el magistrado, único o múltiple, sólo debe ser soberano en aquellos puntos en que la ley no ha dispuesto nada por la imposibilidad de precisar en reglamentos generales todos los pormenores. Aún no hemos dicho lo que deben ser las leyes fundadas en la razón, y nuestra primera cuestión queda en pie. Sólo diré que las leyes son de toda necesidad lo que son los gobiernos: malas o buenas, justas o inicuas, según que ellos son lo uno o lo otro. Por lo menos, es de toda evidencia que las leyes deben hacer relación al Estado, y una vez admitido esto, no es menos evidente que las leyes son necesariamente buenas en los gobiernos puros, y viciosas en los gobiernos corruptos.
15. En Platón se encuentran ideas análogas. República, lib. X.
16. En otros términos, la soberanía de la razón.

Capítulo VII. Continuación De La Teoría De La Soberanía
Todas las ciencias, todas las artes, tienen un bien por fin; y el primero de los bienes debe ser el fin supremo de la más alta de todas las ciencias; y esta ciencia es la política. El bien en po­lítica es la justicia; en otros términos, la utilidad general. Se cree, comúnmente, que la justicia es una especie de igualdad; y esta opinión vulgar está hasta cierto punto de acuerdo con los prin­cipios filosóficos de que nos hemos servido en la Moral. Hay acuerdo, además, en lo relativo a la naturaleza de la justicia, a los seres a que se aplica, y se conviene también en que la igual­dad debe reinar necesariamente entre iguales; queda por averi­guar a qué se aplica la igualdad y a qué la desigualdad, cuestio­nes difíciles que constituyen la filosofía política.
Se sostendrá, quizá, que el poder político debe repartirse des­igualmente y en razón de la preeminencia nacida de algún mé­rito; permaneciendo, por otra parte, en todos los demás puntos perfectamente iguales, y siendo los ciudadanos por otro lado completamente semejantes; y que los derechos y la considera­ción deben ser diferentes cuando los individuos difieren. Pero si este principio es verdadero, hasta la frescura de la tez, la esta­tura u otra circunstancia, cualquiera que ella sea, podrá dar de­recho a ser superior en poder político. ¿No es este un error ma­nifiesto? Algunas reflexiones, deducidas de las otras ciencias y de las demás artes, lo probarán suficientemente. Si se distribu­yen flautas entre varios artistas, que son iguales, puesto que están dedicados al mismo arte, no se darán los mejores instrumentos a los individuos más nobles, puesto que su nobleza no les hace más hábiles para tocar la flauta; sino que se deberá entregar el instrumento más perfecto al artista que más perfectamente sepa servirse de él. Si el razonamiento no es aún bastante claro, se le puede extremar aún más. Supóngase que un hombre muy dis­tinguido en el arte de tocar la flauta lo es mucho menos por el nacimiento y la belleza, ventajas que, tomada cada una aparte, son, si se quiere, muy preferibles al talento de artista; y que en estos dos conceptos, en nobleza y belleza, le superen sus rivales mucho más que los supera él como profesor; pues sostengo que en este caso a él es a quien pertenece el instrumento superior. De otra manera sería preciso que la ejecución musical sacase gran provecho de la superioridad en nacimiento y en fortuna; y, sin embargo, estas circunstancias no pueden proporcionar en este orden el más ligero adelanto.
Ateniéndonos a este falso razonamiento, resultaría que una ventaja cualquiera podría ser comparada con otra; y porque la talla de tal hombre excediese la de otro, se seguiría como regla general que la talla podría ser puesta en parangón con la fortu­na y con la libertad. Si porque uno se distinga más por su talla que otro se distingue por su virtud, se coloca en general la talla muy por cima de la virtud, las cosas más diferentes y extrañas aparecerán entonces al mismo nivel; porque si la talla hasta cierto grado puede sobrepujar a otra cualidad en otro cierto grado, es claro que bastará fijar la proporción entre estos grados para obtener la igualdad absoluta. Pero como para hacer esto hay una imposibilidad radical, es claro que no se pretende, ni remo­tamente, en punto a derechos políticos, repartir el poder según toda clase de desigualdades. El que los unos sean ligeros en la carrera y los otros muy pesados no es una razón para que en po­lítica los unos tengan más y los otros menos; en los juegos gim­násticos es donde deberán apreciarse estas diferencias en su justo valor; aquí no deben entrar en concurrencia otras cosas que las que contribuyen a la formación del Estado. Es muy justo con­ceder una distinción particular a la nobleza, a la libertad, a la fortuna; porque los individuos libres y los ciudadanos que tie­nen la renta legal17 son los miembros del Estado; y no existiría el Estado si todos fuesen pobres o si todos fuesen esclavos. Pero a estos primeros elementos es preciso unir evidentemente otros dos: la justicia y el valor guerrero, de que el Estado no puede carecer; porque si los unos son indispensables para su existen­cia, los otros lo son para su prosperidad. Todos estos elemen­tos, por lo menos los más de ellos, pueden disputarse con razón el honor de constituir la existencia de la ciudad; pero, como dije antes, a la ciencia y a la virtud es a las que debe atribuirse su felicidad.
Además, como la igualdad y la desigualdad completas son in­justas tratándose de individuos que no son iguales o desiguales entre sí uno en un solo concepto, todos los gobiernos en que la igualdad y la desigualdad están establecidas sobre bases de este género, necesariamente son gobiernos corruptos. También hemos dicho más arriba que todos los ciudadanos tienen razón en con­siderarse con derechos, pero no la tienen al atribuirse derechos absolutos: como, por ejemplo, lo creen los ricos, porque poseen una gran parte del territorio común de la ciudad y tienen ordi­nariamente más crédito en las transacciones comerciales; y los nobles y los hombres libres, clases muy próximas entre sí, por­que a la nobleza corresponde realmente más la ciudadanía que al estado llano, siendo muy estimada en todos los pueblos, y ade­más porque descendientes virtuosos deben, según todas las apa­riencias, tener virtuosos antepasados, puesto que la nobleza no es más que un mérito de raza. Ciertamente, la virtud puede, en nuestra opinión, levantar su voz con no menos razón; la virtud social es la justicia, y todas las demás vienen necesariamente des­pués de ella y como consecuencias. En fin, la mayoría también tiene pretensiones que puede oponer a las de la minoría, porque la mayoría, tomada en su conjunto, es más poderosa, más rica Y mejor que la minoría.
17. Según la cual se clasificaba a los ciudadanos en el censo.

Supongamos por tanto, reunidos en un solo Estado, de un lado, individuos distinguidos, nobles y ricos, y de otro una mul­titud a la que puede concederse derechos políticos. ¿Podrá de­cirse sin vacilar a quién debe pertenecer la soberanía?, ¿o será posible que aún haya duda? En cada una de las constituciones que hemos enumerado más arriba, la cuestión de saber quién debe mandar no es cuestión, puesto que la diferencia entre ellas descansa precisamente en la del soberano. En unos puntos la so­beranía pertenece a los ricos, en otros a los ciudadanos distin­guidos, etc. Veamos ahora lo que debe hacerse cuando todas estas diversas condiciones se encuentran simultáneamente en la ciu­dad. Suponiendo que la minoría de los hombres de bien sea ex­tremadamente débil, ¿cómo podrá constituirse el Estado respecto a éstos? ¿Se mirará, si, débil y todo como es, podrá bastar, sin embargo, para gobernar el Estado, y aun para formar por sí sola una ciudad completa? Pero entonces ocurre una objeción, que igualmente puede hacerse a todos los que aspiran al poder polí­tico, y que, al parecer, echa por tierra todas las razones de los que reclaman la autoridad como un derecho debido a su fortu­na, así como las de los que la reclaman como un derecho debi­do a su nacimiento. Adoptando el principio que todos éstos ale­gan en su favor, la pretendida soberanía debería evidentemente residir en el individuo que por sí solo fuese más rico que todos los demás juntos. Y asimismo, el más noble por su nacimiento querría sobreponerse a todos los que sólo tienen en su apoyo la cualidad de hombres libres. La misma objeción se hace con­tra la aristocracia que se funda en la virtud, porque si tal ciuda­dano es superior en virtud a todos los miembros del gobierno, muy apreciables por otra parte, el mismo principio obligaría a conferirle la soberanía. También cabe la misma objeción con­tra la soberanía de la multitud, fundada en la superioridad de su fuerza relativamente a la minoría, porque si por casualidad un individuo o algunos individuos, aunque menos numerosos que la mayoría, son más fuertes que ella, le pertenecería la so­beranía antes que a la multitud. Todo esto parece demostrar cla­ramente que no hay completa justicia en ninguna de las prerro­gativas a cuya sombra reclama cada cual el poder para sí y la servidumbre para los demás. A las pretensiones de los que rei­vindican la autoridad fundándose en su mérito o en su fortuna, la multitud podría oponer excelentes razones. Es posible, en efec­to, que sea ésta más rica y más virtuosa que la minoría, no indi­vidualmente, pero sí en masa. Esto mismo responde a una obje­ción que se aduce y se repite con frecuencia como muy grave. Se pregunta si en el caso que hemos supuesto el legislador que quiere dictar leyes perfectamente justas debe tener en cuenta, al hacerlo, el interés de la multitud o el de los ciudadanos dis­tinguidos. La justicia en este caso es la igualdad, y esta igual­dad de la justicia se refiere tanto al interés general del Estado como al interés individual de los ciudadanos. Ahora bien, el ciu­dadano en general es el individuo que tiene participación en la autoridad y en la obediencia pública, siendo por otra parte la condición del ciudadano variable, según la constitución; y en la república perfecta es el individuo que puede y quiere libremente obedecer y gobernar sucesivamente de conformidad con los pre­ceptos de la virtud.


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martes, 2 de octubre de 2007

Lecturas para 4º medio. 5: La República IV

Texto 5: La Republica IV: 227a - 432a. Las partes de la excelencia en el Estado


427a
-Y por cierto -dijo- que no es otra su tarea.
b
c-Por eso -proseguí-, yo no podía pensar que el verda­dero legislador hubiera de tratar tal género de leyes y constituciones ni en la ciudad de buen régimen ni en la de malo: en ésta, porque resultan sin provecho ni efica­cia, y en aquélla, porque en parte las descubre cualquiera y en parte vienen por sí mismas de los modos de vivir precedentes.
-¿Qué nos queda, pues, que hacer en materia de legis­lación? -preguntó.
Y yo contesté: -A nosotros nada de cierto; a Apolo, el dios de Delfos, los más grandes, los más hermosos y pri­meros de todos los estatutos legales.
-¿Y cuáles son ellos? -preguntó.
-Las erecciones de templos, los sacrificios y los demás cultos de los dioses, de los demones y de los héroes; a su vez, también, las sepulturas de los muertos y cuantas honras hay que tributar para tener aplacados a los del mundo de allá. Como nosotros no entendemos de estas cosas, al fundar la ciudad no obedeceremos a ningún otro, si es que tenemos seso, ni nos serviremos de otro guía que el propio de nuestros padres; y sin duda, este dios, guía patrio acerca de ello para todos los hombres, los rige sentado sobre el ombligo de la tierra en el centro del mundo[1].
-Hablas acertadamente -observó- y así se ha de hacer.


e
dVI. -Da, pues, ya por fundada a la ciudad, ¡oh, hijo de Aristón! -dije-, y lo que a continuación has de hacer es mirar bien en ella procurándote de donde sea la luz nece­saria; y llama en tu auxilio a tu hermano y también a Po­lemarco y a los demás, por si podemos ver en qué sitio está la justicia y en cuál la injusticia[2] y en qué se diferen­cia la una de la otra y cuál de las dos debe alcanzar el que ha de ser feliz, lo vean o no los dioses y los hombres.
-Nada de eso -objetó Glaucón-, porque prometiste hacer tú mismo[3] la investigación, alegando que no te era lícito dejar de dar favor a la justicia en la medida de tus fuerzas y por todos los medios.
-Verdad es lo que me recuerdas -repuse yo- y así se ha de hacer; pero es preciso que vosotros me ayudéis en la empresa.
-Así lo haremos -replicó.
-Pues por el procedimiento que sigue -dije- espe­ro hallar lo que buscamos: pienso que nuestra ciu­dad, si está rectamente fundada, será completamente buena.
-Por fuerza -replicó.
-Claro es, pues, que será prudente, valerosa, modera­da y justa[4].
-Claro.
428a-¿Por tanto, sean cualesquiera las que de estas cuali­dades encontremos en ella, el resto será lo que no haya­mos encontrado?
-¿Qué otra cosa cabe?
-Pongo por caso: si en un asunto cualquiera de cuatro cosas buscamos una, nos daremos por satisfechos una vez que la hayamos reconocido, pero, si ya antes había­mos llegado a reconocer las otras tres, por este mismo hecho quedará patente la que nos falta; pues es manifies­to que no era otra la que restaba[5].
-Dices bien -observó.
-¿Y así, respecto a las cualidades enumeradas, pues que son también cuatro, se ha de hacer la investigación del mismo modo?
b-Está claro.
-Y me parece que la primera que salta a la vista es la pru­dencia; y algo extraño se muestra en relación con ella[6].
-¿Qué es ello? -preguntó.
-Prudente en verdad me parece la ciudad de que he­mos venido hablando; y esto por ser acertada en sus de­terminaciones. ¿No es así?
-Sí.
-Y esto mismo, el acierto, está claro que es un modo de ciencia[7], pues por ésta es por la que se acierta y no por la ignorancia.
-Está claro.
-Pero en la ciudad hay un gran número y variedad de ciencias.
c-¿Cómo no?
-¿Y acaso se ha de llamar a la ciudad prudente y acer­tada por el saber de los constructores?
-Por ese saber no se la llamará así -dijo-, sino maes­tra en construcciones.
-Ni tampoco habrá que llamar prudente a la ciudad por la ciencia de hacer muebles, si delibera sobre la ma­nera de que éstos resulten lo mejor posible.
-No por cierto.
-¿Y qué? ¿Acaso por el saber de los broncistas o por al­gún otro semejante a éstos?
-Por ninguno de ésos -contestó.
-Ni tampoco la llamaremos prudente por la produc­ción de los frutos de la tierra, sino ciudad agrícola.
-Eso parece.
d-¿Cómo, pues? -dije-. ¿Hay en la ciudad fundada hace un momento por nosotros algún saber en determi­nados ciudadanos con el cual no resuelve[8] sobre este o el otro particular de la ciudad, sino sobre la ciudad entera, viendo el modo de que ésta lleve lo mejor posible sus re­laciones en el interior y con las demás ciudades?
-Sí, lo hay.
-¿Y cuál es -dije- y en quiénes se halla?
e-Es la ciencia de la preservación -dijo- y se halla en aquellos jefes que ahora llamábamos perfectos guardianes. -¿Y cómo llamaremos a la ciudad en virtud de esa ciencia[9]?
-Acertada en sus determinaciones -repuso- y verda­deramente prudente.
-¿Y de quiénes piensas -pregunté- que habrá mayor número en nuestra ciudad, de broncistas o de estos ver­daderos guardianes?
-Mucho mayor de broncistas -respondió.
-¿Y así también -dije- estos guardianes serán los que se hallen en menor número de todos aquellos que por su ciencia reciben una apelación determinada[10]?
-En mucho menor número.
429a-Por lo tanto, la ciudad fundada conforme a naturale­za podrá ser toda entera prudente por la clase de gente más reducida que en ella hay, que es aquella que la presi­de y gobierna; y éste, según parece, es el linaje que por fuerza natural resulta más corto y al cual corresponde el participar de este saber, único que entre todos merece el nombre de prudencia.
-Verdad pura es lo que dices -observó.
-Hemos hallado, pues, y no sé cómo, esta primera de las cuatro cualidades y la parte de la ciudad donde se en­cuentra.
-A mí, por lo menos -dijo-, me parece que la hemos hallado satisfactoriamente.

VII. -Pues si pasamos al valor y a la parte de la ciudad en que reside y por la que toda ella ha de ser llamada valero­sa, no me parece que la cosa sea muy difícil de percibir.
b-¿Y cómo?
-¿Quién -dije yo- podría llamar a la ciudad cobarde o valiente mirando a otra cosa que no fuese la parte de ella que la defiende y se pone en campaña a su favor?
-Nadie podría darle esos nombres mirando a otra cosa -replicó.
-En efecto -agregué-, los demás que viven en ella, sean cobardes o valientes, no son dueños, creo yo, de ha­cer a aquélla de una manera u otra.
-No, en efecto.
c-Y así, la ciudad es valerosa por causa de una clase de ella, porque en dicha parte posee una virtud tal como para mantener en toda circunstancia la opinión acerca de las cosas que se han de temer en el sentido de que éstas son siempre las mismas y tales cuales el legislador las prescri­bió en la educación.[11] ¿O no es esto lo que llamas valor?
-No he entendido del todo lo que has dicho -contes­tó-, repítelo de nuevo.
-Afirmo -dije- que el valor es una especie de conser­vación.
d-¿Qué clase de conservación?
-La de la opinión formada por la educación bajo la ley acerca de cuáles y cómo son las cosas que se han de temer. Y dije que era conservación en toda circunstancia por­que la lleva adelante, sin desecharla jamás, el que se halla entre dolores y el que entre placeres y el que entre deseos y el que entre espantos[12]. Y quiero representarte, si lo permites, a qué me parece que es ello semejante.
-Sí, quiero.
e-Sabes -dije- que los tintoreros, cuando han de teñir lanas para que queden de color de púrpura, eligen pri­mero, de entre tantos colores como hay, una sola clase, que es la de las blancas; después las preparan previamen­te, con prolijo esmero, cuidando de que adquieran el ma­yor brillo posible, y así las tiñen. Y lo que queda teñido por este procedimiento resulta indeleble en su tinte, y el lavado, sea con detersorios o sin ellos, no puede quitarle su brillo[13]; y también sabes cómo resulta lo que no se tiñe así, bien porque se empleen lanas de otros colores o por­que no se preparen estas mismas previamente.
-Sí -contestó-, queda desteñido y ridículo.
b
430a-Pues piensa -repliqué yo- que otro tanto hacemos no­sotros en la medida de nuestras fuerzas cuando elegimos los soldados y los educamos en la música y en la gimnásti­ca: no creas que preparamos con ello otra cosa sino el que, obedeciendo lo mejor posible a las leyes, reciban una espe­cie de teñido, para que, en virtud de su índole y crianza ob­tenida, se haga indeleble su opinión acerca de las cosas que hay que temer y las que no; y que tal teñido no se lo puedan llevar esas otras lejías tan fuertemente disolventes que son el placer, mas terrible en ello que cualquier sosa o lejía[14], y el pesar, el miedo y la concupiscencia, más poderosos que cualquier otro detersorio. Esta fuerza y preservación en toda circunstancia de la opinión recta y legítima acerca de las cosas que han de ser temidas y de las que no es lo que yo llamo valor y considero como tal si tú no dices otra cosa.
-No por cierto -dijo-; y, en efecto, me parece que a esta misma recta opinión acerca de tales cosas que nace sin educación, o sea, a la animal y servil[15], ni la conside­ras enteramente legítima ni le das el nombre de valor, sino otro distinto.
c-Verdad pura es lo que dices -observé.
-Admito, pues, que eso es el valor.
-Y admite -agregué- que es cualidad propia de la ciu­dad [16]y acertarás con ello. Y en otra ocasión, si quieres, trataremos mejor acerca del asunto, porque ahora no es eso lo que estábamos investigando, sino la justicia; y ya es bastante, según creo, en cuanto a la búsqueda de aquello otro.
-Tienes razón -dijo.

dVIII. -Dos, pues, son las cosas -dije- que nos quedan por observar en la ciudad: la templanza y aquella otra por la que hacemos toda nuestra investigación, la justi­cia.
-Exactamente.
-¿Y cómo podríamos hallarla justicia para no hablar todavía acerca de la templanza?
e-Yo, por mi parte -dijo-, no lo sé, ni querría que se de­clarase lo primero la justicia, puesto que aún no hemos examinado la templanza; y, si quieres darme gusto, pon la atención en ésta antes que en aquella[17].
-Quiero en verdad -repliqué- y no llevaría razón en negarme.
-Examínala, pues -dijo.
-La voy a examinar -contesté-. Y ya a primera vista, se parece más que todo lo anteriormente examinado a una especie de modo musical o armonía.
-¿Cómo?
431a-La templanza -repuse- es un orden y dominio de placeres y concupiscencia según el dicho de los que ha­blan, no sé en qué sentido, de ser dueños de sí mismos, y también hay otras expresiones que se muestran como rastros de aquella cualidad. ¿No es así?
-Sin duda ninguna -contestó.
-Pero ¿eso de «ser dueño de sí mismos» no es ridícu­lo? Porque el que es dueño de sí mismo es también escla­vo, y el que es esclavo, dueño; ya que en todos estos di­chos se habla de una misma persona.
-¿Cómo no?
b-Pero lo que me parece -dije- que significa esa expre­sión es que en el alma del mismo hombre hay algo que es mejor y algo que es peor; y cuando lo que por naturaleza es mejor domina a lo peor, se dice que «aquel es dueño de sí mismo», lo cual es una alabanza, pero cuando, por mala crianza o compañía, lo mejor queda en desventaja y resulta dominado por la multitud de lo peor, esto se cen­sura como oprobio, y del que así se halla se dice que está dominado por sí mismo y que es un intemperante.
-Eso parece, en efecto -observó.
-Vuelve ahora la mirada -dije- a nuestra recién fun­dada ciudad y encontrarás dentro de ella una de estas dos cosas; y dirás que con razón se la proclama dueña de sí misma si es que se ha de llamar bien templado y dueño de sí mismo a todo aquello cuya parte mejor se sobrepone a lo peor.
-La miro, en efecto -respondió-, y veo que dices ver­dad.
c-Y de cierto, los más y los más varios apetitos, concu­piscencias y desazones se pueden encontrar en los niños y en las mujeres y en los domésticos y en la mayoría de los hombres que se llaman libres[18], aunque carezcan de valía.
-Bien de cierto.
d-Y, en cambio, los afectos más sencillos y moderados, los que son conducidos por la razón con sensatez y recto juicio, los hallarás en unos pocos, los de mejor índole y educación.
-Verdades -dijo.
-Y así ¿no ves que estas cosas existen también en la ciudad [19]y que en ella los apetitos de los más y más ruines son vencidos por los apetitos y la inteligencia de los me­nos y más aptos?
-Lo veo -dijo.

IX. -Si hay, pues, una ciudad a la que debamos llamar dueña de sus concupiscencias y apetitos y dueña también ella de sí misma, esos títulos hay que darlos a la nuestra.
-Enteramente -dijo.
-¿Y conforme a todo ello no habrá que llamarla asi­mismo temperante?
e-En alto grado -contestó.
-Y si en alguna otra ciudad se hallare una sola opi­nión, lo mismo en los gobernantes que en los goberna­dos, respecto a quiénes deben gobernar, sin duda se ha­llará también en ésta. ¿No te parece?
-Sin la menor duda -dijo[20].
-¿Y en cuál de las dos clases de ciudadanos dirás que reside la templanza cuando ocurre eso? ¿En los gober­nantes o en los gobernados?
-En unos y otros, creo -repuso[21].
-¿Ves, pues -dije yo-, cuán acertadamente predecía­mos hace un momento que la templanza se parece a una cierta armonía musical?
-¿Y por qué?
432a-Porque, así como el valor y la prudencia, residiendo en una parte de la ciudad, la hacen a toda ella el uno va­lerosa y la otra prudente, la templanza no obra igual, sino que se extiende por la ciudad entera, logrando que canten lo mismo y en perfecto unísono[22] los mas débi­les, los más fuertes y los de en medio, ya los clasifiques por su inteligencia, ya por su fuerza, ya por su número o riqueza o por cualquier otro semejante respecto; de suerte que podríamos con razón afirmar que es tem­planza esta concordia, esta armonía entre lo que es infe­rior y lo que es superior por naturaleza sobre cuál de esos dos elementos debe gobernar ya en la ciudad, ya en cada individuo[23].
-Así me parece en un todo -repuso.
-Bien -dije yo-; tenemos vistas tres cosas de la ciudad según parece; pero ¿cuál será la cualidad restante por la que aquélla alcanza su virtud? Es claro que la justicia.
-Claro es.

[1] Page: 1Apolo era tenido por ascendiente de los jonios como padre de Ión; pero su oráculo de Delfos era consultado no sólo por los grie­gos («guía propio de nuestros padres»), sino por todos los hombres, como se dice después («commune humani generis oraculum», dijo Tito Livio, XXXVIII 48, 2). Según la leyenda, dos águilas lanzadas por Zeus desde los dos extremos, Oriente y Occidente, del mundo, se habían encontrado allí y precisamente en el lugar donde un cono de mármol señaló el ombligo de la tierra. Platón acepta para su ciu­dad la autoridad general en materia religiosa.
[2] Cf. 369a. Platón no parece incluir en su ciudad ideal la perfec­ción absoluta de todos sus ciudadanos; caben, sin duda, en ella im­perfecciones individuales. Por otra parte la injusticia sólo puede ser definida en relación con la justicia.
[3] Cfr. supra, 368c.
[4] Es la primera vez que aparece enunciada y explicada la doctri­na de las cuatro virtudes cardinales si entendemos por tales aquellas cuyo conjunto forma la perfecta bondad. Es imposible saber si esta doctrina fue tomada por Platón de la opinión común. Es verdad que Píndaro habla ya (N. III 74) de las «cuatro virtudes que lleva consi­go la vida humana», pero no dice cuáles sean éstas. Por otra parte, Platón parece referirse a ello como punto ya establecido de doctri­na ética, no como a una división hecha ocasionalmente en relación con las cuatro clases de ciudadanos de su estado ideal según opina­ba Schleiermacher.
[5] Se ha puesto de relieve la ingenuidad de la aplicación de este procedimiento lógico y matemático a la investigación ética. No es rara en Platón esta que nos parece extralimitación del método ma­temático, y de ello se hallarán otras pruebas en este mismo tratado; pero acaso tenga razón Shorey al suponer que Platón no se ilusiona aquí sobre el valor probativo del procedimiento y se sirve de él sólo para exponer lo aceptado y convenido por otras razones.
[6] Anuncia ya aquello que luego se va a ver (428e), que esa pru­dencia, existiendo no más que en una pequeña porción de ciudada­nos, hace prudente a la ciudad entera. Por otra parte, esta pruden­cia que aquí Platón requiere para los guardianes, ¿es una prudencia meramente política o presupone el conocimiento de la idea del bien en sí? No puede negarse que algunos toques del discurso (429c, 441 c) parecen abonar lo segundo, como reconoce el mismo Adam, aunque partidario de la opinión contraria
[7] Platón parte del concepto pitagórico de euboulía, «buen conse­jo, acierto o prudencia política», y lo distingue de los otros conoci­mientos. Esto no entraña que él se limite a reproducir esa misma concepción del saber como cualidad propia de sus guardianes (cf. nota anterior).
[8] Se entiende «la ciudad».
[9] La ciudades prudente por la prudencia de sus guardianes como el hombre es prudente por la prudencia de su razón: una considera­ción semejante se aplicará a las otras tres.virtudes en la compara­ción de las clases de la sociedad con las partes del alma individual.
[10] Esto es, un nombre correspondiente a su profesión; cf. Prot. 311e: «¿Qué nombre es el que oímos aplicado a Protágoras como el de escultor se aplica a Fidias y el de poeta a Homero? ¿Qué designa­ción de esta clase oímos de Protágoras?».
[11] El valor resulta, pues, por un lado, «constancia de la recta opi­nión sobre las cosas que se han de temer», pero, puesto que esta opi­nión es prescrita por el legislador, el valor es también obediencia; y ésta es una idea hondamente griega (recuérdense, por ejemplo, el epigrama de Simónides a los muertos de las Termópilas, fr. 92 D., y Aristót. Eth. Nic. 1129b 19-20, «también ordena la ley hacer las co­sas de valor»). Queda claro está, el valor filosófico, de más alta espe­cie, que no se basa en opinión, sino en conocimiento.
[12] Cf. Tucídides,1140, 3: «Con razón podrían ser considerados como los más fuertes de espíritu los que conocen más claramente lo que es terrible y lo que es placentero y no por ello rehúyen los peli­gros».
[13] Hay, pues, primeramente una selección de las lanas que se han de teñir y que han de ser blancas; luego una preparación de las mis­mas que sabemos consistía en impregnarlas de una solución secante para dejarlas en condiciones de absorber mejor el tinte; y por últi­mo el teñido mismo. Es clara la correspondencia de cada una de es­tas operaciones: elección de los que han de ser soldados; educación de los mismos e infusión de la opinión indeleble acerca de las cosas que deben ser temidas.
[14] Platón habla aquí especialmente del llamado nitro de Calestra o Calastra, que, según se cree, es natrón o carbonato de sosa en esta­do natural procedente de dicha ciudad de Macedonia; el segundo detersorio, que decimos en la traducción «lejía», parece ser un pre­parado hecho con aquél.
[15] Extraño parece que se habla de «recta opinión» con referencia a las bestias; ni es enteramente satisfactoria la explicación de Adam y otros que lo refieren a aquellos casos en que el animal obra obede­ciendo la recta opinión de su amo. Claro queda, sin embargo, que Platón quiere decir que el valor irracional, aunque bien dirigido, v gr., por el instinto, no merece ser considerado como verdadero va­lor. Se ha interpretado este pasaje como anticipación de Lach. 197a y sigs., lo cual es imposible según la cronología a que nos atenemos.
[16] Parece indicar con ello que el valor tal como se ha descrito, si existe en los defensores de la ciudad, hace que la ciudad sea valerosa (cf. supra, 429b) y, por lo tanto, se convierte en virtud propia suya. Menos claro resulta que Platón quiera fijar aquí el valor político como una especie de valor inferior al valor filosófico (basado en el conocimiento propio, no ya en la opinión recibida del legislador) y superior al valor sólo aparente del animal o del esclavo.
[17] Page: 3No han estado claras durante mucho tiempo la diferencia entre el concepto platónico de la templanza y el de la justicia tales como se presentan en esta parte de La república, con lo que la distinción apa­recía afectada de redundancia. Un estudio más estricto y detenido ha llevado a un mejor conocimiento de la mente del autor en la ma­teria. Ciertamente que la sophrosyne no es definida siempre por él del mismo modo: el concepto común griego de esta cualidad quedó ya visto (389d-e) y entraña subordinación a la autoridad legítima y dominio de los apetitos. Ambas notas aparecen aquí elevadas a más alta significación. Pero Platón halla a primera vista una paradoja en aquello de «ser dueño de sí mismo» y explica su verdadero sentido.
[18] Pero que no lo son en realidad, pues se hallan esclavizados a sus malos deseos: esta falta de libertad del hombre intemperante será tema favorito de la filosofia posterior. Por lo que se refiere a las mu­jeres, Platón las considera en general menos capaces que a los hom­bres del dominio sobre las pasiones, pero la diferencia no es nada radical pues, por un lado, los hombres sólo en minoría son tempe­rantes, y además de las mujeres hay algunas que lo son, puesto que se les permite ser guardianas de la ciudad.
[19] Conclusión equivalente a la del capítulo anterior; cf. nota a 430c.
[20] Véase, pues, que la templanza hace ala ciudad dueña de sí mis­ma, dominadora de los placeres y deseos y concorde en la opinión de gobernantes y gobernados sobre el problema del mando.
[21] Aristóteles y otros parecen haber profesado, contra lo que aquí dice Platón, que la sophrosyne, pues entraña sumisión, es la virtud propia de las clases inferiores; pero, entendida en su más alto senti­do, deben tenerla también los gobernantes, ya que incluye la buena disposición de cada cual en el desempeño de su función, y ésta está subordinada al bien del conjunto.
[22] En todo este párrafo se mezcla lo recto (armonía musical) con lo metafórico (concordia de la ciudad) de manera que no puede re­producir la traducción: diá pasón en sentido musical significa pro­piamente «a octava»; pero como el acorde de octava era considera­do por los griegos como el más perfecto, fácilmente confundible al oído con el unísono, es claro que aquí se quiere indicar la más per­fecta concordia de opinión entre las clases de la sociedad. No ha­biendo, por lo tanto, más que dos notas musicales, es imposible se­guir extendiendo la semejanza a los tres grupos de ciudadanos de que después se habla.
[23] Aunque esta definición de la templanza no incluye sino el últi­mo carácter señalado en ella, es claro que supone los otros dos: do­minio propio, esto es, de lo mejor sobre lo peor, y dominio sobre los placeres y deseos, porque sólo en ellos puede haber acuerdo presu­puestos la prudencia y el valor. Así resulta que la templanza es en la ciudad virtud general de todos los ciudadanos, mientras que los guardianes auxiliares han de poseer también el valor; y los gober­nantes, estas dos virtudes y la prudencia. De ese modo, cada clase tiene una virtud propia y diferencial.

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Lecturas para 4º medio. 4: Ortega y Gasset. La Rebelión de las Masas

Texto 4: José Ortega y Gasset. La rebelión de las masas (1930)


Nos encontramos, pues, con la misma diferencia que eternamente existe entre el tonto y el perspicaz. Este se sorprende a sí mismo siempre a dos dedos de ser tonto; por ello hace un esfuerzo para escapar a la inminente tontería, y en ese esfuerzo consiste la inteligencia. El tonto, en cambio, no se sospecha a sí mismo: se parece discretísimo, y de ahí la envidiable tranquilidad con que el necio se asienta e instala en su propia torpeza. Como esos insectos que no hay manera de extraer fuera del orificio en que habitan, no hay modo de desalojar al tonto de su tontería, llevarle de paseo un rato más allá de su ceguera y obligarle a que contraste su torpe visión habitual con otros modos de ver más sutiles. El tonto es vitalicio y sin poros. [...]

No se trata de que el hombre-masa sea tonto. Por el contrario, el actual es más listo, tiene más capacidad intelectiva que el de ninguna otra época. Pero esa capacidad no le sirve de nada; en rigor, la vaga sensación de poseerla le sirve sólo para cerrarse más en sí y no usarla. De una vez para siempre consagra el surtido de tópicos, prejuicios, cabos de ideas o, simplemente, vocablos hueros que el azar ha amontonado en su interior, y con una audacia que sólo por la ingenuidad se explica, los impondrá dondequiera. Esto es [...] característico en nuestra época: no que el vulgar crea que es sobresaliente y no vulgar, sino que el vulgar reclame e imponga el derecho de la vulgaridad, o la vulgaridad como un derecho.

El imperio que sobre la vida pública ejerce hoy la vulgaridad intelectual, es acaso el factor de la presente situación más nuevo, menos asimilable a nada del pretérito. Por lo menos en la historia europea hasta la fecha, nunca el vulgo había creído tener “ideas” sobre las cosas. Tenía creencias, tradiciones, experiencias, proverbios, hábitos mentales, pero no se imaginaba en posesión de opiniones teóricas sobre lo que las cosas son o deben ser, sobre política o literatura. Le parecía bien o mal lo que el político proyectaba y hacía; aportaba o retiraba su adhesión, pero su actitud se reducía a repercutir, positiva o negativamente, la acción creadora de otros. Nunca se le ocurrió oponer a las “ideas” del político otras suyas; ni siquiera juzgar las “ideas” del político desde el tribunal de otras “ideas” que creía poseer. Lo mismo en arte y en los demás órdenes de la vida pública. Una innata conciencia de su limitación, de no estar calificado para teorizar, se lo vedaba completamente. La consecuencia automática de esto era que el vulgo no pensaba, ni de lejos, decidir en casi ninguna de las actividades públicas, que en su mayor parte son de índole teórica.

Hoy, en cambio, el hombre medio tiene las “ideas” más taxativas sobre cuanto acontece y debe acontecer en el universo. Por eso ha perdido el uso de la audición. ¿Para qué oír, si ya tiene dentro cuanto hace falta? Ya no es sazón de escuchar, sino, al contrario, de juzgar, de sentenciar, de decidir. No hay cuestión de vida pública donde no intervenga, ciego y sordo como es, imponiendo sus “opiniones”.[...]

Cualquiera puede darse cuenta de que en Europa, desde hace años, han empezado a pasar “cosas raras”. Por dar algún ejemplo concreto de estas cosas raras nombraré ciertos movimientos políticos, como el sindicalismo y el fascismo. No se diga que parecen raros simplemente porque son nuevos. El entusiasmo por la innovación es de tal modo ingénito en el europeo, que le ha llevado a producir la historia más inquieta de cuantas se conocen. No se atribuya, pues, lo que estos nuevos hechos tienen de raro a lo que tienen de nuevo, sino a la extrañísima vitola de estas novedades. Bajo las especies de sindicalismo y fascismo aparece por primera vez en Europa un tipo de hombre que no quiere dar razones ni quiere tener razón, sino que, sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones. He aquí lo nuevo: el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón. Yo veo en ello la manifestación más palpable del nuevo modo de ser las masas, por haberse resuelto a dirigir la sociedad sin capacidad para ello. En su conducta política se revela la estructura del alma nueva de la manera más cruda y contundente, pero la clave está en el hermetismo intelectual. El hombre-medio se encuentra con “ideas” dentro de sí, pero carece de la función de idear. Ni sospecha siquiera cuál es el elemento sutilísimo en que las ideas viven. Quiere opinar, pero no quiere aceptar las condiciones y supuestos de todo opinar. De aquí que sus “ideas” no sean efectivamente sino apetitos con palabra como las romanzas musicales.

Tener una idea es creer que se poseen las razones de ella, y es, por tanto, creer que existe una razón, un orbe de verdades inteligibles. Idear, opinar, es una misma cosa con apelar a tal instancia, supeditarse a ella, aceptar su Código y su sentencia, creer, por tanto, que la forma superior de la convivencia es el diálogo en que se discuten las razones de nuestras ideas. Pero el hombre-masa se sentiría perdido si aceptase la discusión, e instintivamente repudia la obligación de acatar esa instancia suprema que se halla fuera de él. Por eso, lo “nuevo” es en Europa “acabar con las discusiones”, y se detesta toda forma de convivencia que por sí misma implique acatamiento de normas objetivas, desde la conversación hasta el Parlamento, pasando por la ciencia. Esto quiere decir que se renuncia a la convivencia de cultura, que es una convivencia bajo normas, y se retrocede a una convivencia bárbara. Se suprimen todos los trámites normales y se va directamente a la imposición de lo que se desea. El hermetismo del alma, que, como hemos visto antes, empuja a la masa para que intervenga en toda la vida pública, la lleva también, inexorablemente, a un procedimiento único de intervención: la acción directa.

El día en que se reconstruya la génesis de nuestro tiempo, se advertirá que las primeras notas de su peculiar melodía sonaron en aquellos grupos sindicalistas y realistas franceses de hacia 1900, inventores de la manera y la palabra “acción directa”. Perpetuamente el hombre ha acudido a la violencia: unas veces este recurso era simplemente un crimen, y no nos interesa. Pero otras era la violencia el medio a que recurría el que había agotado antes todos los demás para defender la razón y la justicia que creía tener. Será muy lamentable que la condición humana lleve una y otra vez a esta forma de violencia, pero es innegable que ella significa el mayor homenaje a la razón y la justicia. Como que no es tal violencia otra cosa que la razón exasperada. La fuerza era, en efecto, la ultima ratio. Un poco estúpidamente ha solido entenderse con ironía esta expresión, que declara muy bien el previo rendimiento de la fuerza a las normas racionales. La civilización no es otra cosa que el ensayo de reducir la fuerza a ultima ratio. Ahora empezamos a ver esto con sobrada claridad, porque la “acción directa” consiste en invertir el orden y proclamar la violencia como prima ratio; en rigor, como única razón. Es ella la norma que propone la anulación de toda norma, que suprime todo intermedio entre nuestro propósito y su imposición. Es la Carta Magna de la barbarie. [...]

José Ortega y Gasset. La rebelión de las masas (Andrés Bello, Santiago de Chile, 1996).