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"Jóvenes: Aprended a juzgar por vosotros mismos, aspirad a la independencia del pensamiento."
Andrés Bello

martes, 2 de octubre de 2007

Lecturas para 4º medio. 4: Ortega y Gasset. La Rebelión de las Masas

Texto 4: José Ortega y Gasset. La rebelión de las masas (1930)


Nos encontramos, pues, con la misma diferencia que eternamente existe entre el tonto y el perspicaz. Este se sorprende a sí mismo siempre a dos dedos de ser tonto; por ello hace un esfuerzo para escapar a la inminente tontería, y en ese esfuerzo consiste la inteligencia. El tonto, en cambio, no se sospecha a sí mismo: se parece discretísimo, y de ahí la envidiable tranquilidad con que el necio se asienta e instala en su propia torpeza. Como esos insectos que no hay manera de extraer fuera del orificio en que habitan, no hay modo de desalojar al tonto de su tontería, llevarle de paseo un rato más allá de su ceguera y obligarle a que contraste su torpe visión habitual con otros modos de ver más sutiles. El tonto es vitalicio y sin poros. [...]

No se trata de que el hombre-masa sea tonto. Por el contrario, el actual es más listo, tiene más capacidad intelectiva que el de ninguna otra época. Pero esa capacidad no le sirve de nada; en rigor, la vaga sensación de poseerla le sirve sólo para cerrarse más en sí y no usarla. De una vez para siempre consagra el surtido de tópicos, prejuicios, cabos de ideas o, simplemente, vocablos hueros que el azar ha amontonado en su interior, y con una audacia que sólo por la ingenuidad se explica, los impondrá dondequiera. Esto es [...] característico en nuestra época: no que el vulgar crea que es sobresaliente y no vulgar, sino que el vulgar reclame e imponga el derecho de la vulgaridad, o la vulgaridad como un derecho.

El imperio que sobre la vida pública ejerce hoy la vulgaridad intelectual, es acaso el factor de la presente situación más nuevo, menos asimilable a nada del pretérito. Por lo menos en la historia europea hasta la fecha, nunca el vulgo había creído tener “ideas” sobre las cosas. Tenía creencias, tradiciones, experiencias, proverbios, hábitos mentales, pero no se imaginaba en posesión de opiniones teóricas sobre lo que las cosas son o deben ser, sobre política o literatura. Le parecía bien o mal lo que el político proyectaba y hacía; aportaba o retiraba su adhesión, pero su actitud se reducía a repercutir, positiva o negativamente, la acción creadora de otros. Nunca se le ocurrió oponer a las “ideas” del político otras suyas; ni siquiera juzgar las “ideas” del político desde el tribunal de otras “ideas” que creía poseer. Lo mismo en arte y en los demás órdenes de la vida pública. Una innata conciencia de su limitación, de no estar calificado para teorizar, se lo vedaba completamente. La consecuencia automática de esto era que el vulgo no pensaba, ni de lejos, decidir en casi ninguna de las actividades públicas, que en su mayor parte son de índole teórica.

Hoy, en cambio, el hombre medio tiene las “ideas” más taxativas sobre cuanto acontece y debe acontecer en el universo. Por eso ha perdido el uso de la audición. ¿Para qué oír, si ya tiene dentro cuanto hace falta? Ya no es sazón de escuchar, sino, al contrario, de juzgar, de sentenciar, de decidir. No hay cuestión de vida pública donde no intervenga, ciego y sordo como es, imponiendo sus “opiniones”.[...]

Cualquiera puede darse cuenta de que en Europa, desde hace años, han empezado a pasar “cosas raras”. Por dar algún ejemplo concreto de estas cosas raras nombraré ciertos movimientos políticos, como el sindicalismo y el fascismo. No se diga que parecen raros simplemente porque son nuevos. El entusiasmo por la innovación es de tal modo ingénito en el europeo, que le ha llevado a producir la historia más inquieta de cuantas se conocen. No se atribuya, pues, lo que estos nuevos hechos tienen de raro a lo que tienen de nuevo, sino a la extrañísima vitola de estas novedades. Bajo las especies de sindicalismo y fascismo aparece por primera vez en Europa un tipo de hombre que no quiere dar razones ni quiere tener razón, sino que, sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones. He aquí lo nuevo: el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón. Yo veo en ello la manifestación más palpable del nuevo modo de ser las masas, por haberse resuelto a dirigir la sociedad sin capacidad para ello. En su conducta política se revela la estructura del alma nueva de la manera más cruda y contundente, pero la clave está en el hermetismo intelectual. El hombre-medio se encuentra con “ideas” dentro de sí, pero carece de la función de idear. Ni sospecha siquiera cuál es el elemento sutilísimo en que las ideas viven. Quiere opinar, pero no quiere aceptar las condiciones y supuestos de todo opinar. De aquí que sus “ideas” no sean efectivamente sino apetitos con palabra como las romanzas musicales.

Tener una idea es creer que se poseen las razones de ella, y es, por tanto, creer que existe una razón, un orbe de verdades inteligibles. Idear, opinar, es una misma cosa con apelar a tal instancia, supeditarse a ella, aceptar su Código y su sentencia, creer, por tanto, que la forma superior de la convivencia es el diálogo en que se discuten las razones de nuestras ideas. Pero el hombre-masa se sentiría perdido si aceptase la discusión, e instintivamente repudia la obligación de acatar esa instancia suprema que se halla fuera de él. Por eso, lo “nuevo” es en Europa “acabar con las discusiones”, y se detesta toda forma de convivencia que por sí misma implique acatamiento de normas objetivas, desde la conversación hasta el Parlamento, pasando por la ciencia. Esto quiere decir que se renuncia a la convivencia de cultura, que es una convivencia bajo normas, y se retrocede a una convivencia bárbara. Se suprimen todos los trámites normales y se va directamente a la imposición de lo que se desea. El hermetismo del alma, que, como hemos visto antes, empuja a la masa para que intervenga en toda la vida pública, la lleva también, inexorablemente, a un procedimiento único de intervención: la acción directa.

El día en que se reconstruya la génesis de nuestro tiempo, se advertirá que las primeras notas de su peculiar melodía sonaron en aquellos grupos sindicalistas y realistas franceses de hacia 1900, inventores de la manera y la palabra “acción directa”. Perpetuamente el hombre ha acudido a la violencia: unas veces este recurso era simplemente un crimen, y no nos interesa. Pero otras era la violencia el medio a que recurría el que había agotado antes todos los demás para defender la razón y la justicia que creía tener. Será muy lamentable que la condición humana lleve una y otra vez a esta forma de violencia, pero es innegable que ella significa el mayor homenaje a la razón y la justicia. Como que no es tal violencia otra cosa que la razón exasperada. La fuerza era, en efecto, la ultima ratio. Un poco estúpidamente ha solido entenderse con ironía esta expresión, que declara muy bien el previo rendimiento de la fuerza a las normas racionales. La civilización no es otra cosa que el ensayo de reducir la fuerza a ultima ratio. Ahora empezamos a ver esto con sobrada claridad, porque la “acción directa” consiste en invertir el orden y proclamar la violencia como prima ratio; en rigor, como única razón. Es ella la norma que propone la anulación de toda norma, que suprime todo intermedio entre nuestro propósito y su imposición. Es la Carta Magna de la barbarie. [...]

José Ortega y Gasset. La rebelión de las masas (Andrés Bello, Santiago de Chile, 1996).