Texto 7: John Stuart Mill. Del gobierno representativo (1865).
Capítulo III. El Ideal de la mejor forma de gobierno es el gobierno representativo.
[...] toda educación que procure hacer de los hombres algo más que máquinas acaba por impulsarlos a reclamar franquicias, independencia [...] Todo lo que desenvuelve, por poco que sea, nuestras facultades aumenta el deseo de ejercerlas con mayor libertad, y la educación de un pueblo desatiende su fin, si le prepara para otro que para aquél, cuya idea de posesión y reinvindicación le sugerirá probablemente [...] No hay dificultad en demostrar que el ideal de la mejor forma de gobierno es la que inviste de la soberanía a la masa reunida de la comunidad, teniendo cada ciudadano no sólo voz en el ejercicio del poder, sino, de tiempo en tiempo, intervención real por el desempeño de alguna función local o general. Hay que juzgar esta proposición con relación al criterio demostrado en el capítulo anterior.
Para apreciar el mérito de un Gobierno se trata de saber: 1. En qué medida atiende al bien público por el empleo de las facultades morales, intelectuales y activas existentes; 2. Cuál sea su influencia sobre esas facultades para mejorarlas o aminorarlas. No necesito decir que el ideal de la mejor forma de gobierno no se refiere a la que es practicable o aplicable en todos los grados de la civilización, sino aquella a la cual corresponde, en las circunstancias en que es aplicable, mayor suma de consecuencias inmediatas o futuras. Sólo el gobierno completamente popular puede alegar alguna pretensión a este carácter, por ser el único que satisface las dos condiciones supradichas y el más favorable de todos, ya a la buena dirección de los negocios, ya al mejoramiento y elevación del carácter nacional.
Su superioridad, con relación al bienestar actual, descansa sobre dos principios que son universalmente aplicables y verdaderos como cualquiera otra proposición general, susceptible de ser emitida sobre los negocios humanos. El primero es que los derechos e intereses, de cualquier clase que sean, únicamente no corren el riesgo de ser descuidados cuando las personas a que atañen se encargan de su dirección y defensa. El segundo, que la prosperidad general se eleva y difunde tanto más cuanto más variadas e intensas son las facultades consagradas a su desenvolvimiento. Para mayor precisión podría decirse: El hombre no tiene más seguridad contra el mal obrar de sus semejantes que la protección de sí mismo por sí mismo: en su lucha con la naturaleza su única probabilidad de triunfo consiste en la confianza en sí propio, contando con los esfuerzos de que sea capaz, ya aislado, ya asociado, antes que con los ajenos.
La primera proposición, que cada uno es el único custodio seguro de sus derechos e intereses, es una de esas máximas elementales de prudencia que todos siguen implícitamente siempre que su interés personal está en juego. Muchos, sin embargo, la odian en política, complaciéndose en condenarla como una doctrina de egoísmo universal [...] Por intención sincera que se tenga de proteger los intereses ajenos no es seguro ni prudente ligar las manos a sus defensores natos; ésta es condición inherente a los asuntos humanos; y otra verdad más evidente todavía es que ninguna clase ni ningún individuo operará, sino mediante sus propios esfuerzos, un cambio positivo y duradero en su situación. Bajo la influencia reunida de estos dos principios en todas las comunidades libres ha habido menos crímenes e injusticias sociales y mayor grado de prosperidad y esplendor que en las demás, y que en ellas mismas, después de haber perdido la libertad [...] Es necesario reconocer que los beneficios de la libertad no han recaído hasta ahora sino sobre una porción de la comunidad y que un Gobierno bajo el cual se extienden imparcialmente a todos es un desideratum aún no realizado. Pero aunque todo lo que se acerque a él tenga un valor intrínseco innegable y por más que el estado actual del progreso no sea frecuentemente posible sino aproximarse al mismo, la participación de todas las clases en los beneficios de la libertad es en teoría la concepción perfecta de Gobierno libre. Desde el momento en que algunos, no importa quiénes, son excluidos de esa participación, sus intereses quedan privados de la garantía concedidas a los de los otros, y a la vez están en condiciones más desfavorables para aplicar sus facultades a mejorar su estado y el estado de la comunidad, siendo esto precisamente de lo que depende la prosperidad general.
He aquí el hecho en cuanto al bienestar actual, en cuanto a la buena dirección de los negocios de la generación existente. Si pasamos ahora a la influencia de la forma de gobierno sobre el carácter hallaremos demostrada la superioridad del Gobierno libre más fácil e incontestablemente, si es posible. Realmente, esta cuestión descansa sobre otra más fundamental todavía, a saber: cuál de los dos tipos ordinarios de carácter es preferible que predomine para el bien general de la humanidad, el tipo activo o el pasivo; el que lucha contra los inconvenientes, o el que los soporta; el que se pliega a las circunstancias, o el que procura someterlas a sus miras. Los lugares comunes de la moral y las simpatías generales de los hombres están a favor del carácter pasivo. Se admiran, sin duda, los caracteres enérgicos, pero la mayor parte de las personas prefieren particularmente los sumisos y tranquilos. La pasividad de los demás aumenta nuestro sentimiento de seguridad, conciliándose con lo que hay en nosotros de imperioso, y cuando no necesitamos la actividad de tales caracteres nos parecen un obstáculo de menos de nuestro camino. Un carácter satisfecho no es un rival peligroso. Pero, sin embargo, todo progreso se debe a los caracteres descontentos; y, por otra parte, es más fácil a un espíritu activo adquirir las cualidades de obediencia y sumisión que a uno pasivo adquirir la energía.
[…] El hombre que se agita lleno de esperanzas de mejorar su situación se siente impulsado a la benevolencia para con los que tienden al mismo fin o ya lo han alcanzado. Y cuando la mayoría está así ocupada las costumbres generales del país dan el tono a los sentimientos de los que no logran ver satisfechos sus deseos, quienes atribuyen su suceso desgraciado a la falta de esfuerzos o de ocasión, o a su mala gestión personal. Pero los que sin perjuicio de anhelar lo que otros poseen no emplean ninguna energía para adquirirlo se quejan incesantemente de que la fortuna hace por ellos lo que por el mismo debieran hacer, o se revuelven envidiosos y malévolos contra los demás. Ahora bien, no puede dudarse en modo alguno que el Gobierno de uno solo o de un pequeño número sea favorable al tipo pasivo de carácter, mientras que el Gobierno de la mayor parte es favorable al tipo activo. Los Gobiernos irresponsables se hallan más necesitados de la tranquilidad del pueblo que de cualquier actividad que no esté en sus manos imponer y dirigir. Todos los Gobiernos despóticos inculcan a sus súbditos la precisión de someterse a los mandatos humanos como si fuera necesidades de la naturaleza. Se debe ceder pasivamente a la voluntad de los superiores y a la ley como expresión de esta voluntad. Pero los hombres no son puros instrumentos o simple materias en manos de sus Gobiernos cuando poseen voluntad, ardor o una fuente de energía íntima en su conducta privada [...]
[…] Sin duda alguna, con un Gobierno parcialmente popular es posible que esta libertad sea ejercida por aquellos mismos que no gozan de todos los privilegios de los ciudadanos pero todos nos sentimos impulsados con más fuerza a coadyuvar a nuestro bien y a confiar en nuestros medios cuando estamos al nivel de los demás, cuando sabemos que el resultado de nuestros esfuerzos no depende de la impresión que podemos producir sobre las opiniones y disposiciones de una corporación de que no formamos parte. Desalienta a los individuos, y más aún, a las clases, verse excluidos de la Constitución, hallarse reducidos a implorar a los árbitros de su destino sin poder tomar parte en sus deliberaciones: el efecto fortificante que produce la libertad no alcanza su máxima sino cuando gozamos, desde luego, o en perspectiva, la posesión de una plenitud de privilegios no inferiores a los de nadie.
Más importante todavía que esta cuestión de sentimiento es la disciplina práctica a que se pliega el carácter de los ciudadanos cuando son llamados de tiempo en tiempo, cada uno a su vez, a ejercer alguna función social. No se considera lo bastante cuán pocas cosas hay en la vida ordinaria de los hombres que pueda dar alguna elevación, sea a sus concepciones, sea a sus sentimientos. Su vida es una rutina, una obra, no de caridad, sino de egoísmo, bajo su forma más elemental: la satisfacción de sus necesidades diarias. Ni lo que hacen, ni la manera como lo hacen, despierta en ellos una idea o un sentimiento generoso y desinteresado. Si hay a su alcance libros instructivos nada les impulsa a leerlos, y la mayor parte de las veces no tienen acceso cerca de personas de cultura superior a la suya. Dándoles algo que hacer para el bien público se llenan, hasta cierto punto, estas lagunas. Si las circunstancias permiten que la suma de deber público que les está confiada sea considerable resulta para ellos una verdadera educación. A pesar de los defectos del sistema social y de las ideas morales de la antigüedad la práctica de los asuntos judiciales y políticos elevó el nivel intelectual de un simple ciudadano de Atenas muy por encima del que haya alcanzado nunca en ninguna otra asociación de hombres antigua o moderna [...]
[...] Más importante todavía que todo lo dicho es la parte de la instrucción adquirida por el acceso del ciudadano, aunque tenga lugar raras veces, a las funciones públicas. Verse llamado a considerar intereses que son los suyos; a consultar, enfrente de pretensiones contradictorias, otras reglas que sus inclinaciones particulares; a llevar necesariamente a la práctica principios y máximas cuya razón de ser se funda en el bien general, y encuentra en esta tarea al lado suyo espíritus familiarizados con esas ideas y esas aspiraciones, teniendo en ellos una escuela que proporcionará razones a su inteligencia y estímulo a su sentimiento del bien público.
Llega a entender que forma parte de la comunidad, y que el interés público es también el suyo. Donde no existe esta escuela de espíritu público apenas se comprende que los particulares cuya posición social no es elevada no deban cumplir otros deberes con la comunidad que los de obedecer la ley y someterse al Gobierno. No hay ningún sentimiento desinteresado de identificación con el público. El individuo o la familia absorben todo pensamiento y todo sentimiento de interés o de deber. No se adquiere nunca la idea de intereses colectivos. El prójimo sólo aparece como un rival y en caso necesario como una víctima. No siendo el vecino ni un aliado ni un asociado no se ve en él más que un competidor. Con esto se extingue la moralidad pública y se resiente la privada. Si tal fuera el estado universal y el único posible de las cosas las aspiraciones más elevadas del moralista y del legislador se limitarían a hacer de la masa de la comunidad un rebaño de ovejas paciendo tranquilamente unas al lado de otras.
Según las consideraciones antedichas es evidente que el único Gobierno que satisface por completo todas las exigencias del estado social es aquel en el cual tiene participación el pueblo entero; que en toda participación, aun en las más humildes de las funciones públicas, es útil; que, por tanto, debe procurarse que la participación en todo sea tan grande como lo permita el grado de cultura de la comunidad; y que, finalmente, no puede exigirse menos que la admisión de todos a una parte de la soberanía. Pero puesto que en toda comunidad que exceda los límites de una pequeña población nadie puede participar personalmente sino de una porción muy pequeña de los asuntos públicos el tipo ideal de un Gobierno perfecto es el Gobierno representativo.
John Stuart Mill, Del gobierno representativo (traducción de Marta C.C. de Iturbe, Tecnos, Madrid, 1985).